domingo, 2 de febrero de 2014

Las calles del perro cojo - Capítulo 1



PRÓLOGO
Sí. Estaba muerto. Pero yo no sé nada, señoría. Andaba por allí y lo vi, eso es cierto, pero igual podía haber estado en cualquier otro lugar. A mí me da lo mismo estar aquí o allá. Voy por donde sople el viento. Eso es, por donde sople el viento. Soy como un marinero de tierra. Tiene gracia, ¿verdad? Un marinero de secano. Qué ocurrencia. Porque lo cierto es que nunca he visto el mar, las playas y esas cosas. Perdón, señoría. Sí, cuando lo encontré estaba espatarrado en el suelo, con las manos así, tocando el suelo, y tenía los ojos abiertos. Fíjese cómo estaría que al principio pensé que estaba borracho. Incluso le pedí un cigarrillo. No. Fue después cuando vi que estaba lleno de sangre. Todo lleno de sangre. Un desastre. Vaya, pensé, no hay que apresurarse, Pirata. Eso fue lo que dije. No hay que apresurarse, Pirata. El Pirata es mi compañero. ¿Ah, ya lo sabe? Bien. Pues como le decía, estaba sentado en el suelo, más muerto que mi abuelo. Entonces miré hacia un lado y luego miré hacia el otro. Y como no había nadie, pues, vamos, que sólo estaba yo. Bueno, yo y él. Y también estaba el Pirata, claro, pero supongo que no cuenta. Y, la verdad, pues pensé que realmente ya no necesitaba nada de lo que llevara encima. Rebusqué un poco en los bolsillos y le cogí el dinero que pillé, el teléfono, el reloj y el tabaco, creo. No me acuerdo muy bien. Vamos, lo que llevaba encima. No cogí nada más. Sí, claro que vi la pistola. Estaba allí, a mis pies. Casi le di una patada. Pero una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa. Las armas dan muy mala suerte y sólo traen problemas. Yo conocí a uno que se encontró una en una papelera y se dedicó a montar unos líos tremendos. Y eso que era un tipo tranquilo y buena gente. Pero desde el día en que la encontró, algo pasó que se volvió loco, ¿sabe usted? La sacaba un día sí y otro también. Y por cualquier cosa. Por una lata de atún, porque el que dormía a su lado roncaba. Por cualquier cosa. Acabó degollado por el pescuezo en un pasadizo y, adivinen, nadie encontró la pistola. Sí, perdón. Disculpe, señoría. Es que a veces se me va la cabeza. Como les decía cogí todo lo que encontré y me fui lo más aprisa que pude. Cualquiera hubiera hecho lo mismo. Eso es todo lo que les puedo contar. Si supiera algo más se lo contaría. Ya saben que me tienen a sus órdenes. Yo siempre se lo digo al Pirata: la ley hay que cumplirla. Uno puede ser un desgraciado, pero a la autoridad hay que ayudarla siempre. Con lo mala gente que somos, si además no hacemos lo que ustedes nos dicen, seguro que nos acabaríamos matando como bestias que somos. Si yo les contara. Así que, para lo que necesite su señoría, aquí estamos el Pirata y yo. Para lo que mande. Faltaría más. En cualquier caso, yo no le maté, señoría, eso se lo juro por mi madre que en gloria esté. No. No sabría decirle si he visto o no al que lo hizo. Veo a mucha gente por aquí y por allí. Y la verdad, no siempre me aclaro. A veces ni siquiera sé dónde estoy, ¿me entiende usted, señoría?


I. JULIÁN
—Aquí tiene sus dos barras, don Santiago. ¿Va todo bien?
No me contestó. Cogió la bolsa con el pan, me dio el euro que costaban y se marchó sin dar los buenos días. Nunca los daba. La puerta se cerró tras él después de hacer vibrar las campanillas. Le seguí con la mirada hasta la calle. Sabía lo que iba a hacer. Iría como siempre a la plaza y se dedicaría a joder a las palomas. «Menudo cabrón, pensé». Una señora que subía la cuesta pasó de largo. Un barrendero negro pasaba el escobón por la acera. Un chico negro dentro de un uniforme verde y amarillo. Imaginé su nombre. «¿Lutumba? ¿Adidi? ¿Cuánto hace que has llegado? ¿De dónde has venido y por qué lo has hecho? ¿Cómo ha sido tu viaje? ¿Cómo has llegado a estar frente a mi con una escoba de madera en la mano?». Salí del mostrador para verlo mejor al otro lado del cristal. «¿De dónde has venido?». Cuando era niño no había negros. Para calmar a las fieras estábamos nosotros. Estaba yo. «¿Dónde os escondíais entonces? ¿Dónde estabas tú, maldita sea?». Imaginé, por una vez, por una sola vez, que la sonrisa fuera mía y las lágrimas de otro. Imaginé que no tuviera que esconderme un día tras otro, esperando a que salieran todos para que no hubiera nadie en el patio. Y me sentí bien.
—Hoy ha sido muy divertido, mamá. Le hemos tirado piedras al niño negro.
Le miraba a través del escaparate con las manos cruzadas a la espalda. «¿Cómo será tu vida?», pensé. «¿Será tan miserable como para que me sienta orgulloso de la mía?». De repente se abrió la puerta. Doña Rosa, avanzó por el pasillo de la tienda.
—Buenos días, Julián. Ponme dos barras y una baguette.
Retrocedí a mi rincón tras el mármol del mostrador.
—Claro, doña Rosa.
Metí la mano dentro de una bolsa de plástico como si fuera un guante y cogí las barras. En otra distinta puse la baguette.
—Aquí están.
Buscó las monedas en su monedero. Las sacó una a una y las fue dejando sobre el mármol blanco. Lentamente. Contándolas. Sumando céntimo a céntimo. Derrochando un tiempo que a mí me sobraba.
—¿Sabe que a lo mejor mi hijo Joaquín se va a vivir fuera?
—Eso está muy bien.
—No sé —hizo un gesto de preocupación—. Le han cambiado el destino. Cosas del servicio.
—Mientras sea a mejor.
—Sí, claro. Pero no sé —me alargó las monedas arrastrándolas por el mostrador—. Está tan lejos y yo soy ya muy mayor. Me temo que nos veremos poco.
—No se preocupe —salí de detrás del mostrador y la acompañé hacia la puerta—. Además si es a una ciudad grande seguro que ganará más y podrá venir a menudo en el tren.
—Qué va. No tendrá tiempo. Ya me lo ha dicho. Allí hay mucho trabajo.
Le abrí la puerta. De nuevo el maldito tintineo de las campanas. Cruzó la calle con pasos cortos de anciana. Yo me quedé apoyado en el quicio.
—Bueno, pues que tenga un buen día.
—Adiós, Julián, y gracias.
La observé mientras subía lentamente la cuesta cubierta por una chaquetilla azul de punto. Me recordó a mi madre.
—No te preocupes, hijo. Ya verás que al final todo irá bien —después de vomitar se lavaba la cara y con los labios morados, finos y rotos, salía al pasillo apoyándose con las manos en la pared—. Ya me encuentro mucho mejor.
Después se acostaba en la cama, no sin antes recomponerse el pañuelo, y se giraba mirando a la pared. Entonces yo me sentaba en el salón, con una calculadora en la mano, a hacer sumas y restas en un cuaderno de tapas azules.
—Hijo, por favor, baja la persiana que me molesta la luz —me llamaba después.
—Claro, madre — Levantaba la cabeza de aquella libreta llena de números, llena de barras de pan, bollos de chocolate y tetrabriks de leche desnatada convertidas en cifras y más cifras.
Mientras bajaba la persiana dejando la habitación en penumbra ella se sentaba en la cama con dificultad, con un chirriar de muelles o de huesos tristes. Después le traía un caldo de la cocina y me sentaba en una silla junto a la almohada. Encendía la luz de la mesita y contemplaba su perfil reflejado en la pared. Y tras ella, tras su perfil, en la calle, el barrendero negro manejaba la escoba con parsimonia de campanillero. Le miraba apoyado en la puerta de la panadería y no encontraba gran diferencia entre él y yo. Yo esperando que sonaran las campanas y él escuchando frases que no comprendía.
—Oye, ¿de dónde eres?
—De aquí.
—¿Cómo que de aquí? Eso no puede ser.
—¿Por qué?
—Porque los de aquí no somos negros.
—Ya. Es cierto. Y todos medís un metro ochenta, sois blancos y rubios y ninguno es bizco ni tiene joroba como tu.
Eso le habría dicho yo si hubiese hablado con él y eso me podría haber contestado él, defendiéndose de mi como le enseñó su madre que debía hacerlo. Igual que la mía me enseñó a mi.
—No seas tonto, hijo mío. Defiéndete.
Pero yo sólo quería que me dejasen en paz, que no me vieran.
—Mamá, es que son más fuertes.
Al final de la calle, bajando la cuesta se podía ver la plaza, o parte de ella, ya que la esquina tapaba más de la mitad. En uno de los bancos se sentaba un hombre con un carrito de supermercado, con un perrillo a sus pies, casi un cachorro. Cerca de él, don Santiago estaba, como había previsto, haciendo el cabrón. Echaba migas de pan a las palomas con su sonrisa torcida. Le observé desde la puerta. Estaba quieto, acechando como un lobo. Las palomas iban acudiendo. Poco a poco se acercaban a la trampa.
—¿Tiene pan?
Una joven se plantó delante de mi.
—Sí, claro. Pase —la dejé pasar primero.
De nuevo recorrí los tres metros que separaban la puerta de mi trinchera tras el mostrador.
—¿Qué desea usted?
«Una turista, sin duda» Pensé. Sólo quería una barra de pan y que le dijera dónde podía comprar un poco de fiambre. Quise suplicar: «¿Me haría usted el favor de abrir y cerrar la puerta cada dos minutos y representar millones de personalidades distintas para mí? Por favor, dígame que sí y desde este momento seré su esclavo más fiel. Le llevaré el agua, la mochila, le pagaré la entrada del museo, de todos los museos y le daré conversación. Tendré la opinión que usted quiera que tenga. Seré todo lo que usted desee que sea. Pero, por favor, abra y cierre esa puerta un millón de veces. Aunque no compre nada. Sólo le pido eso. Haga que las campanillas canten un millón de veces». Pero no se lo pedí. No tuve valor.
Y algunos años antes, a la salida del colegio.
—No te preocupes. Todo va a ir bien. Se fuerte. Debes ser valiente.
—Pero, mamá —medí con mis brazos la anchura de su cuello —, yo no lo soy.
—No seas tonto —me dio un cachete que me hizo sonreír—. Claro que eres valiente.
La turista miró mi sonrisa con curiosidad. Pagó la barra de pan y salió flotando entre campanillas.
—No olvide comprar una botella de agua que luego no es fácil encontrarla —le grité cuando salí de la tienda.
Se giró sorprendida y me agradeció el consejo. Don Santiago ya no estaba en el banco y las palomas revoloteaban acabando con las migas que aún debían quedar por el suelo. El barrendero también había desaparecido. Observé a la turista que avanzó lentamente por las calles hasta desaparecer. Y, apoyado en el quicio, sonreí. A lo mejor algún día también yo podría hacer un viaje, pensé. A algún sitio bonito y cómodo. Un viaje con Luzmila. Aunque sólo dos días después ya supe que el sueño era imposible. Sólo podría ser eso, un sueño.
—Hijo mío —a la salida del colegio—, debes ser fuerte.
Y yo, algún tiempo después, mientras ella se desinflaba en la cama en una expiración, con las manos cruzadas sobre su estómago, y más tarde, después de enterrarla, mientras ponía una barra tras otra sobre el mostrador, y yo, de rodillas, hundiendo mi cara en su regazo,
—No lo soy, mamá. No soy fuerte.
—Pues —me cogió de la barbilla con tanta rabia que me hizo daño —, disimula. Que no lo noten. Que no lo noten nunca.

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