miércoles, 12 de marzo de 2014

El cazador

Soy cazador. Apenas tengo fuerza para levantar la mitad de mi peso, pero soy cazador. Soy cazador y soy valiente. He demostrado mi valor en combates en los que cualquier otro hombre se habría rendido. Las marcas de mi cuerpo y de mi cara son una buena prueba para que el que quiera leerlas. Y también soy resistente.

El sol del llano le susurraba al oído cálidas frases de desánimo y rendición. Le perseguía por los caminos recordándole el frescor de una fuente o una sombra, tentándole con los frutos de los pequeños arbustos que crecen cerca de la senda. Y si al principio fueron susurros, según avanzaba y el polvo se acumulaba en los pies y en sus pulmones, se tornaron gritos y órdenes. Cada gota de sudor era un nuevo aviso, un nuevo golpe de un Dios luminoso cada vez más grande e irritado.
El perro, el compañero, aguanta mirando al suelo, poniendo el corazón en esa lengua que pende como un cordón seco hacia tierra. Si tú aguantas, yo sigo, parece decir levantando el hocico, sin abandonar su cansino caminar.
—Bien, hermano, bien.
Y las huellas estaban ahí. Manchas rojas sobre la arena. Les llevaba ventaja, pero el marrón de las manchas era, paso a paso, más fresco, más reciente, más rojo. Y en ese momento pensó en Dios. Pero el Dios que vio encima de su cabeza era, como él, un ser implacable y sanguinario. Y supo entonces que aquel Dios también era, a su manera, un cazador. Todo se escondía ante él, temiendo despertar su cólera. Parecía que hasta la misma tierra había dejado de respirar. Sólo él permanecía erguido ante su presencia, mirándole a la cara. Incluso su sombra se fue retirando hasta esconderse al fin bajo los pies.
Yo soy cazador y soy valiente, y ni el mismo Dios, con todo su poder, puede hacer que deje de ser lo que soy. Dios está alto y junto a él, volando en círculos, los ángeles negros de la muerte le acompañan. Sonrió. Sí, hoy vosotros también comeréis. Las aves son los únicos animales que no le interesan. Poca carne y mucho esfuerzo.
—Ésos son para ti, hermano halcón.
El sol golpeaba su cabeza como un herrero el metal, aprisionándolo entre el martillo y el yunque, sin dejarle una sombra donde cobijarse o un maldito charco en el que saciar la sed. Pasó la mano por su frente. El polvo se quedaba pegado al sudor. Debía seguir. Sabía que la fiera estaría descansando bajo alguna sombra, lamiéndose la herida. Sabía que debía avanzar, ganar terreno. Acarició el lomo de su compañero. No le miró. No había tregua.
Si yo estoy cansado, si tú estás cansado, ella también lo está y nos tiene miedo. Y está herida, no lo olvides, hermano, la fiera está herida y por lo tanto débil.
Arrojó una piedra fuera del camino y prosiguieron la marcha. La sangre cada vez era más fresca, aunque, también, cada vez había más distancia entre mancha y mancha. La herida se estaba cerrando. Había que darse prisa. Pero llevaba varias horas respirando un aire caliente que no llenaba los pulmones. Sentía la boca seca y pastosa. La lengua y el paladar le recordaban las hojas de las zarzas del camino, rugosas y llenas de polvo. Hacía demasiado tiempo que arrastraba el cansancio por el suelo como una sombra larga y pesada. Pero no prestó atención. No debía hacerlo. El perro levantó el hocico y se tensó. Ya hemos llegado. Está aquí.
—Ya lo sé. Ya lo he visto.
De su cintura desató la honda y con la mano izquierda cogió un guijarro cortante. Señaló al perro el lugar donde debía situarse para guardar ese flanco al tiempo que se ponía el puñal en la boca para cogerlo inmediatamente después de lanzar la piedra y se acercó lentamente.
A cada paso el cansancio parece desaparecer y hasta la boca se humedece de ansiedad. En efecto, ahí está. Diez metros más allá, recostado bajo un arbusto, el animal se lame la herida del primer encuentro.
Debió oler al perro porque de un salto se enderezó gruñendo. Era hermoso. Lo suficientemente grande como para alimentarle durante un buen tiempo. Había que atacar y tenía que hacerlo ahora. Tensó la honda sobre su cabeza describiendo tres o cuatro círculos silbantes con furia al tiempo que el animal adivinaba su presencia y se enfrentaba, terrible, a su enemigo. Lanzó la piedra y acertó en su cabeza en el momento en que emprendía la carrera. El animal pareció tambalearse y retroceder. Entonces, cogiendo el puñal de entre sus dientes, avanzó a su vez saltando sobre él y hundiendo el hierro en su costado. Se revolvió el animal con furia arrojándole contra el arbusto y emprendió la huida, ciego de rabia y dolor, hacia donde estaba el perro. El cazador se enderezó como pudo. Quizás habían pasado unos segundos. La sangre manaba de su hombro izquierdo como de una grieta, pero aún seguía el puñal en la mano y una mancha roja cubría la mitad de su filo. Corrió hacia donde se estaría desarrollando la segunda parte del combate. Se extrañó al no oír ningún ruido y rezó por que la bestia no hubiese matado a su compañero, o tal vez, pero no creyó que fuera posible, por que se hubiese reventado antes de llegar a enfrentarse con él. Cuando llegó, el perro bebía agua en una charca. Los restos de sangre demostraban que había pasado a unos pocos metros de allí. De golpe llegó la calma y el silencio. Sintió entonces el dolor de la herida del hombro y la sed volvió a castigar su paladar. Más allá el llano ofrecía de nuevo refugio a su animal y le pareció que el sol, que tanto les había castigado, sonreía. Con paso lento se acercó al perro, que seguía bebiendo. Sabía que ya no podía hacer frente a aquel nuevo reto. Con la mano izquierda le acarició el lomo y le besó detrás de la oreja.
—¿Tenías sed, eh? Tenías mucha sed. Pues mi gente tiene hambre. ¿Qué harías tú, amigo?.
Allí mismo le mató. De una estocada introdujo el puñal entre sus vísceras. El animal se apartó asustado, pero le sujetó con la mano con que le acariciaba y volvió a clavarlo una y otra vez mientras el perro le mordía en el brazo agarrándose a la vida. Así estuvieron hasta que el animal dejó de moverse. Las sangres se mezclaron en el abrazo y corrieron salvajes hasta el suelo. La charca entera se tiñó de rojo como si fuera la representación misma del fuego y la ira de Dios. Entonces se durmió.
El sol ya estaba bajo cuando despertó. Lentamente se enderezó y contempló a su perro muerto. La cabeza y el hombro le dolían como si estuvieran a punto de reventar, mientras a sus pies yacía el cuerpo que debía alimentarle. Le observó unos instantes. La sangre reseca, convertida en una costra ennegrecida, rodeaba las heridas por las que las moscas se asomaban curiosas a aquellos tajos. Bebió un poco de agua y se limpió la sangre del hombro. Después de sacarle las tripas y las vísceras limpió el puñal y lo guardó en su cintura, junto a la honda. Por fin, cargó al animal sobre los hombros. Estaba herido y cansado y aquel cuerpo le pesaba mucho. Pero yo soy cazador y hoy mi gente estará contenta, pensó, mientras el sol le dirigía una última mirada antes de esconderse detrás de las colinas que cerraban su horizonte. Soy cazador y soy valiente.

martes, 4 de marzo de 2014

Golpes de mar


Me gusta pasear por mi barrio. Pasear cada mañana entre paredes desconchadas por el salitre. Caminar bajo sábanas blancas tendidas de lado a lado como redes para recoger el sol. Me gustan los balcones. Tan cerca están unos de otros que casi se puede estrechar la mano del vecino y mantener una charla al atardecer en verano. Me gusta callejear sin rumbo hasta llegar al pequeño parque adornado con piedras en el suelo. Un pozo domina su centro y tres bancos de hierro se acomodan a la sombra morada de las glicinias. Allí me sentaba cada mañana y me dejaba llevar por las voces destempladas de las mujeres tras las ventanas y los vendedores ambulantes que pregonan sus mercancías a gritos. Me sentaba y esperaba pacientemente a que Marcela terminara de servir. Trabajaba en la cocina del único bar alejado del puerto en el que se podía comer por una miseria un plato de sardinas a la plancha acompañadas de un vino peleón y una sopa aguada de puerros con patatas. Cada mañana salía a la plaza con el periódico del día anterior bajo el brazo. Ella lo guardaba para mí y yo simulaba leerlo sólo por verla unos instantes.
—Aquí tiene, Don Sebastián —se sentó sonriendo a mi lado aquella mañana—. No se puede imaginar qué calor hace ahí dentro —se abanicó con la mano.
Observé su generoso escote por el rabillo del ojo y sonreí mientras abría el periódico de par en par.
—Sí. Hoy hace calor —me sumergí en las primeras páginas—. ¿Qué, cómo va todo? ¿Muchos clientes?
—Qué va. Los parroquianos de siempre. Por cierto, ¿sabe que el Manuel no volvió anoche? Vaya desgracia más grande.
—¿Manuel? ¿El de la calle alta? —Marcela afirmó con la cabeza—. Bah —me encogí de hombros. Mis ojos iban indistintamente de sus ojos a su escote y a los labios—. No pasa nada. Volverá.
—Me temo que no —se puso muy seria—. No va a volver.
—¿Por qué, mujer? ¿Qué te hace pensar que se haya hundido? —me asusté—. Se le habrá roto el velamen. Seguro que hoy mismo aparecerá por el muelle.
—Ya le digo yo que no. Ha naufragado. Lo sé —bajó la voz hasta convertirla en un susurro—. Se lo digo yo.
Se hizo el silencio entre nosotros. Un gorrión se posó en el borde del pozo.
—Bueno, lo soñé hace algunos días, pero no se lo dije a nadie.
—Eso son tonterías de vieja, Marcela.
—Pues claro que son tonterías —protestó con amargura—. Pero sabe que nunca han fallado mis intuiciones.
—Ya lo sé, maldita sea —me tomé un instante para respirar—. En cualquier caso no se lo habrás dicho a la María.
—Claro que no —abrió lo ojos con sorpresa—. A nadie. ¿Por quién me toma? La he visto esta mañana corriendo al muelle con los niños. Tenía una cara de susto —murmuró para sí misma. Yo afirmé con la cabeza—. Pero, bueno, oiga, que a lo mejor tiene usted razón y estoy equivocada —intentó sonreír y se levantó del banco—. Algún día tendrá que ocurrir. ¿No? Pues eso. Tengo que volver, que se me va a revolucionar la parroquia. Hala —se alisó la falda con las manos. Expulsó el aire de sus pulmones como si alejara de sí un peso y se encaminó de nuevo hacia el bar—, a seguir bien, Don Sebastián. Cuídese y hasta mañana.
Me despedí con la cabeza y observé como se alejaban aquellas caderas ondulándose como golpes de mar. Suspiré con resignación. Aunque me apetecía esperar por si la veía fugazmente de nuevo y despejaba las ideas de mi cabeza, sabía que tenía cosas importantes que hacer. Me incorporé lentamente, con dolor de huesos. En aquel momento era consciente de que aquellas calles, que por la mañana siempre me parecían bohemias y preparadas para acoger el arte y las vanguardias, en realidad sólo albergan humedad, miseria y enfermedades respiratorias. Sabía por experiencia que los lienzos blancos tendidos al sol de ventana a ventana en verdad más que lienzos preparados para el pincel son mortajas de marineros.
Desanduve el camino cabizbajo con el periódico atrasado bajo el brazo. Saludé con un gesto a los pocos vecinos que me crucé. Al final de la calle estaba la pequeña entrada del lateral de la nave. Era una puerta de madera perfectamente ajustada a un arco de medio punto. Saqué la llave de hierro y la introduje en la cerradura. Me detuve un instante antes de abrir. Pensé en Marcela y en sus premoniciones. Repasé su figura. Su pelo negro, sus ojos, sus labios, sus pechos y sus caderas. Su sonrisa. Me imaginé nadando entre sus piernas y me estremecí. También pensé en Manuel y en María la larga, su mujer. Y en sus hijos. Abrí la puerta y me santigüé. Debía avisar al monaguillo para llamar a misa. Esa mañana tenía mucho por lo que rezar.