domingo, 2 de febrero de 2014

La bicicleta



-Regálame tu bicicleta.
-¿Qué?
-Regálame tu bicicleta –repitió sin inmutarse.
-¿Y por qué?-Porque soy una princesa.

Cuando Alicia llegó al pueblo nadie le prestó atención. Era una niña gorda que se entretenía jugando sola y cuidando las flores de los tiestos de su madre.
El día en que Alejandro la vio por primera vez la observó con curiosidad. Ella se dirigía hacia el bar a comprar un helado. Después se sentó en el banco de la plaza y empezó a saborearlo poco a poco. Alejandro, montado en su bicicleta se acercó.
-Hola. Forastera, ¿sabes que tengo un amigo que está muy enfermo? –le dijo sin bajarse de la bicicleta.
-No lo sabía, lo siento.
-Es igual, no le conoces.
De la misma forma en que se había acercado, se alejó, subiendo la cuesta que llevaba a la iglesia. Sus amigos le estarían esperando allí para ir a matar gorriones.
Algunos días después, Alicia volvió a salir a la plaza y se sentó en el mismo banco. Alejandro se acercó de nuevo.
-Hola. ¿Cómo te llamas? –le preguntó.
-Regálame tu bicicleta.
-¿Y por qué?
-Porque soy una princesa.
Alejandro se rió y comenzó a dar vueltas alrededor del banco.
-Tú estás loca. Esta bicicleta es mía, me la han regalado a mi y no te la doy. Además, no eres una princesa. No eres más que una niña tonta.
Alicia le miró en silencio y, mientras caía una lagrima de sus ojos verdes, le repitió en voz baja que sí era una princesa. Se levantó y marchó hacia su casa con paso lento. Él, mientras daba vueltas alrededor del banco, se reía cada vez más fuerte para que ella le oyera. Cuando ya no pudo oírle, Alejandro volvió a dirigirse hacia la plaza de la iglesia, pensando que esa niña era más tonta de lo que se había imaginado.
Cuando, otro día, volvió a verla sentada en la plaza jugando con unas muñecas, de nuevo se acercó. Ella apenas le miró. Siguió jugando.
-Hola, princesa –bromeó.
-Ríete si quieres, pero sí soy una princesa.
-¿Ah, sí? ¿Y cuál es tu reino?
-Mi casa. Eso dice siempre mi papá. Y la reina es mi mamá.
-Bah! Todos los padres dicen lo mismo.
-Bueno. Si tu lo dices –ella siguió jugando con su muñeca.
En el silencio sólo se escuchaba el rozamiento de la cadena con los piñones que Alejandro provocaba al hacer girar los pedales hacia atrás. La contemplaba con simpatía. Tenía el pelo rubio trenzado en dos coletas que terminaban en dos lazos rojos.
-Bueno, si quieres, te la dejo un rato.
Alicia abrió enormemente los ojos verdes y sonrió.
-¿Me la das?
-No. Te la dejo un rato.
Alicia se subió temerosa y fue dando tumbos alrededor de los distintos bancos de la plaza. Alejandro la observaba con miedo a que se cayera y arañara su bicicleta. Pero pronto fue cogiendo seguridad. Una vez que lo consiguió, le pidió permiso para ir a enseñársela a sus padres. Alejandro observó cómo Alicia subía la cuesta con dificultad mientras su alegría iluminaba la calle entera. Luego buscó en el suelo algo con lo que entretenerse. Había por allí unas chapas y, juntando las manos con las palmas sobre el suelo, dibujó sobre la arena una carretera para sus corredores de metal. Se entretuvo así durante varias horas, mientras Alicia daba vueltas y más vueltas. A veces se alejaba hasta la fuente. Pero volvía y, aunque estaba empapada de sudor, seguía sonriendo.
Poco a poco Alejandro se acostumbró a no montar en su bicicleta. Se contentaba con verla sonreír y se dedicaba a jugar a las chapas o con muñecos que preparaba en casa cada día y llevaba en una bolsa con la bicicleta. Ella se subía con cuidado y se paseaba por el pueblo como una reina. Sí, pensó Alejandro, es realmente una princesa. Y no le importó que sus amigos se rieran de él. Pronto sintió como la burla dio paso a la envidia. Sus amigos cada vez pasaban con mayor asiduidad por la plaza. Pese a que allí estaba el bar y sabían que si sus padres les veían cuando salían de jugar la partida de la tarde corrían el riesgo de que les mandaran trabajo. A veces se acercaban para hablar con él y poco a poco también con ella. Alguno le ofreció su propia bicicleta, pero ella seguía prefiriendo la de Alejandro. Ya era su bicicleta. Sí, volvió a pensar, es realmente una princesa. Es mi princesa.
Luego abandonaron la plaza y durante muchos días se fueron de excursión por la carretera hasta la ermita. Mientras ella hablaba de las flores de su madre subida en la bicicleta, Alejandro la escuchaba y se entretenía tirando piedras al barranco. Las veía rebotar de una pared a otra hasta que llegaban a la arena del lecho del río que discurría plácidamente a sus pies. Un anochecer, cuando volvían a casa, Alicia le tomó de la mano.
-Un día nos casaremos y serás mi señor rey.
-Sí. Y tu serás mi señora reina.
Sin embargo, Alejandro ya se sentía rey.
Estaba mediada la mañana cuando Alejandro subió a la ermita. Alicia le esperaba junto a la puerta de madera. Pero ese día no corrió a coger la bicicleta. Permaneció sentada.
-Alejandro, me voy –le dijo con tristeza.
-¿Cómo que te vas?
-Me voy. Mis papás dicen que ya se ha terminado el verano.
-No puede ser. Aún faltan unos días. Y así podrás seguir jugando con la bicicleta.
-Sí, es muy bonita, pero –se encogió de hombros-, la verdad es que ya me aburre un poco. Además, tengo que empezar un nuevo curso.
-¿Volverás el año que viene? –preguntó temeroso.
-No creo. Mis papás dicen que el año que viene iremos a otro sitio, que hay muchas cosas nuevas que conocer.
-¿Pero, y yo?
-No sé. Lo siento.
Por la cuesta subía el coche azul oscuro de los padres de Alicia. Se detuvo un instante frente a ellos. La madre de Alicia le sonrió dulcemente, mientras ella le daba un beso de despedida. Después subió al coche, en el asiento de atrás. Rugió el motor y emprendió veloz el camino que lo alejaba de aquella ermita. Alejandro observó como el coche se iba perdiendo de vista. En vano esperó que ella se girara y mirara hacia atrás. Sólo vio las coletas rubias con lazos rojos. Tal vez lo hiciera después de la curva en la que terminaba la carretera.
Alejandro volvió a montar en la bicicleta. Dio lentamente dos vueltas sobre el mismo sitio y se bajó. Con un gesto de rabia tiró la bicicleta por el barranco. No se detuvo a verla rebotar en las paredes. No la vio detenerse con un estruendo en la arena del río, ni vio como las ruedas giraban muertas en el aire, ni el guardabarros retorcido. Tampoco vio el manillar que emergía del agua como un periscopio desencajado. Ya había emprendido el camino de regreso al pueblo, con las manos en los bolsillos y los calcetines bajados hasta los tobillos. Cuando llegó a la plaza vio a sus amigos eligiendo equipos para un partido de fútbol.
-Nos falta uno. ¿Quieres jugar?
Alejandro miró al balón y escupió al suelo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario