viernes, 2 de mayo de 2014

Algo extraño estaba sucediendo


La manifestación hacía rato que había empezado. La policía como tantas otras veces ya había cargado en algunos tramos. Eran pequeñas escaramuzas. Pero había algo en esta ocasión que lo hacía especial. Una sensación, una intuición. La disposición de los agentes fue la habitual, cerrando callejuelas y protegiendo centros financieros y ciudadanos de la acción de los más radicales. Los enfrentamientos se fueron sucedieron según un guión que empezaba a resultar rutinario. Unos exaltados encapuchados lanzan objetos a las fuerzas de seguridad a destiempo y la policía responde. Que parte de esos exaltados cambien de bando pocos minutos después y detengan a alguno de los que les siguieron en el ejercicio de arrojar piedras tampoco tenía nada de novedoso. Forma parte de la rutina de las protestas. Es una parte del circo. Cualquier observador neutral lo apreciará como tal. Para unos serán los domadores disfrazados de fieras, para otros serán las fieras disfrazadas de corderos. Sin embargo había algo en el aire que nos decía que la liturgia se estaba rompiendo. Quizás fuera que las pelotas de goma salían con mayor rabia de sus bocachas de fuego, quizás fuera que las piedras que arrojaban los manifestantes iban cargadas con frustraciones, desamparo y, por qué no, aburrimiento. Sabido es que tras un despido, pasado un período prudencial de descanso que algunos llaman por error vacaciones, el desempleo genera un profundo hastío vital.
La vecina del tercero primera lo notó también. Cogió la mano de su esposo y le susurró inquieta, vámonos a casa. Retrasó el marido la salida mientras se despedía de uno de sus antiguos alumnos del instituto. Así que estás en la universidad. Me alegro. Estudiando derecho. Muy bien. No se te ocurra dejarlo. Y quítate ese pendiente, sonrió. El vecino del segundo primera, a doscientos metros de aquella escena, perdido entre le gentío, también presintió algo extraño a su alrededor. Quiso coger la mano de la muchacha de la bandera roja que estaba gritando puño en alto a su lado y decirle, vámonos a casa, pero no lo hizo. No la conocía de nada. Así, se guardó sus palabras en el bolsillo y se alejó solo de los tumultos que parecían ir generándose con una violencia hasta ese momento desconocida. Desde el servicio de megafonía se llamaba una y otra vez a la calma. No debemos caer en provocaciones, repetía una y otra vez. Esta es una manifestación pacífica. En ese momento la muchacha de la bandera roja miró a derecha e izquierda buscando algo. Se sintió extraña. Algo le faltaba. Un conocido de la universidad interrumpió sus meditaciones. Ella no pudo saber que lo que echaba de menos era a ese hombre que había estado caminando a su lado durante las últimas dos horas y que un par de veces la había sonreído tímidamente. Su presencia tranquila le transmitía seguridad. Una seguridad adulta que de repente había desaparecido. Pero ella no lo sabía. No lo podía saber. Solo era una intuición. Y la intuición se perdió entre los gritos, los petardos y los pelotazos. El muchacho de la universidad con pendiente sonreía al haber conseguido acercarse a la muchacha a la que conocía de las asambleas de la Facultad de Derecho. Había conseguido cruzar un par de frases con ella. Parecía inmune a la ansiedad que se paseaba sobre las masas. Ya se sabe que hay una edad en que sólo la posibilidad de un beso es capaz de generar la mayor de las tensiones. El valor a un soldado se le supone, pero también a un pretendiente. Y si hay que demostrarlo, se demuestra. Vamos a por esos hijos de puta, gritó y la cogió del brazo para avanzar hacia donde se estaban generando choques entre agentes y manifestantes. Espera, se negó ella, más sensata, mejor nos quedamos por aquí. Estoy con mi agrupación. El muchacho asintió. Intuimos que se alegró. Una vez demostrado su valor, no es necesario ponerlo a prueba. Guardémoslo mejor para otra ocasión.
El vecino del segundo segunda, como siempre, recibió la orden de sus superiores de resistir. Y como siempre la obedeció sin contemplaciones. Estaba preparado para hacerlo. La opinión que le merecieran se la guardaba para después en la cocina, sentado con su mujer. Lo mismo que las opiniones que le merecieran algunos de sus compañeros. Que en todas las profesiones es igual: un compañero es un compañero siempre, pero sólo hasta que abrimos la puerta de casa. Y ahí tú no entras porque no me da la gana. No sabremos qué opinión le merecen en concreto las órdenes que va a recibir. No es importante para esta historia. Pero sí sabremos que esa tarde también notó que algo extraño estaba sucediendo. Lo notó él y, aparentemente al menos, aunque no hablaron sobre ello, también sus compañeros. Mascaban chicles y, salvo alguna frase suelta, normalmente monosílabos, guardaban silencio y observaban con los músculos en tensión. Protegidos por las camionetas, formados en escuadra con sus escudos, esperaban la orden de cargar.
En cambio, el vecino del ático no intuyó nada. A esa hora saboreaba un agradable café mientras leía el periódico preocupado por el Mundial de fútbol. Y es que es bien sabido que aunque la procesión pase por delante de tu puerta no a todos afecta por igual.