lunes, 23 de febrero de 2015

EL DESIERTO DE LOS TÁRTAROS





Voy a hablar de un libro que no estoy leyendo. No. Lo leí hace años. Se lo presté a alguien a quien ahora ni siquiera recuerdo. Y desapareció. Pero no importa ya que si al menos lo leyó habrá valido la pena. ¿A quién se lo presté? No lo sé. Lo olvidé, quedó atrás. No así el libro. Lo disfruté en su momento y sé que cuando quiera volver a leerlo lo haré.
Es un libro que no voy a decir que todo el mundo debería leer, pero sí debería intentarlo. ¿Por qué? Porque es grande. Magnífico. Soberbio. ¿Hay asesinatos? Ninguno. ¿Hay conspiraciones? Ninguna. ¿Una buena dosis de sexo? Nada. ¿Odio primario? No. ¿Viajes exóticos? Nein. ¿Culturas desconocidas? Niet ¿Sectas? ¿terror? Niente. Caperucita, en comparación con las tensiones del libro, es el exorcista . No ocurre nada. Y cuando digo nada, es nada. La nada absoluta. Un soplo de viento en este libro sería un huracan. Una gota de lluvia un aguacero. Y sin embargo, si lo lees no lo olvidarás. Jamás. Te coge del cuello y no te suelta hasta que ha cumplido su cometido. El resultado no puede por menos que dejarte sentado unos minutos en silencio mirándote, preguntándote, ¿y yo? ¿qué habría hecho yo?
Os presento "El desierto de los Tártaros", de Dino Buzzati, publicada en 1940 (plena guerra mundial). Un libro universal, de un arte y una belleza dificilmente superable. Hay decisiones que marcan un destino. Toda una vida. El absurdo y la grandeza dependen de un simple punto de vista.
Creo recordar que se hizo una película con este argumento con Vittorio Gassman (el gran Vittorio), Francisco Rabal (el gran Paco Rabal) y Fernando Rey (el gran Fernando Rey (aunque este me gusta menos, la verdad)

Espero que os guste.

martes, 10 de febrero de 2015

ELOÍSA TENÍA UN SOMBRERO ROJO





El día en que Eloísa apareció en el pueblo llevaba puesto un sombrero rojo y una falda que le llegaba por debajo de la rodilla. Bajó del coche y se quedó parada en medio de la plaza mirando al interior. Alguien le arrojó los zapatos a sus pies.
—Dame la jaula — gritó.
Un instante después salió disparado un objeto por la ventanilla del conductor.
—Toma, tu maldito canario.
—Jilguero, imbécil. Es un jilguero. —Rodeó el coche corriendo para recoger la jaula del suelo y comprobar si se había hecho daño.
Entonces el conductor asomó la cabeza por la ventanilla.
—Eloísa —la llamó—, estás loca, cariño. No puedo más. Eh, eh—reclamó su atención hasta que consiguió que ella le mirara —, estás loca.
A continuación levantó el pie del embrague y desapareció por la Calle Mayor. Eloísa se incorporó y sostuvo la jaula en el aire, pegada a su cadera. Miró a derecha e izquierda.
—Oye, niño —me llamó—, ¿cómo te llamas?
—Ernesto. —La miraba fascinado. Jamás había visto a una mujer más bella.
—Bonito nombre —sonrió—. ¿Puedes hacerme un favor?
—Claro, señora. Dígame. —Me acerqué abandonando mis juguetes en la entrada de mi casa.
—¿Cómo se llama este pueblo?
—Puerta de Doña Ubrique.
—Vaya —exclamó sorprendida—. Curioso nombre. ¿Dónde está la gente? ¿Están todos muertos?
—No, señora. Sólo están muertos los que están en el cementerio. El resto o están trabajando o están en el bar—sonreí.
—Lógico. Y dime, Ernesto, ¿sabrías decirme si hay teléfono en este pueblo?
—Sí, claro. En teléfonos, en la centralita, frente a la iglesia —señalé la cuesta que llevaba hasta la plaza.
—¿Por allí? —Afirmé con la cabeza. Sonrió y me acarició la mejilla —Pues muchas gracias.
Se puso los zapatos y se alejó poco a poco hasta que desapareció. En cuanto dejé de verla salí corriendo detrás intentando no hacer ruido. Me escondí en las penumbras de los portales. Desde allí la observaba hipnotizado. Caminaba por el centro de la calle, viajando con el claqueteo de sus tacones en el empedrado. De repente se detuvo y lentamente se giró. Yo me oculté aplastándome contra una puerta.
—Ernesto —me llamó—. Si me vas a acompañar será mejor que vayas a mi lado. —Contuve la respiración para que no me delatara— ¿Estás seguro de que prefieres seguirme a escondidas en vez de pasear conmigo?
Decidí que la segunda opción era mejor. Lentamente abandoné mi escondite. Ella me esperaba en el centro de la calle y alargaba hacia mi su mano libre.
—Venga, hombre. Que no se diga que haces esperar a una mujer.
Acudí a su mano con la cabeza baja, sin atreverme a mirarla. Eloísa se rio y se agachó para recibirme. Con la mano me levantó la barbilla.
—Nunca bajes la cabeza, muchacho.
—Sí, señora.
—Venga, llévame adonde está ese teléfono.
—Está ahí mismo —señalé el final de la cuesta.
Bajamos de la mano lo que nos faltaba hasta llegar a la plaza. En uno de los lados había una puerta cerrada. En su arco había un letrero con el nombre escrito de Teléfonos. Allí estaba la centralita. Eloísa buscó con la mirada hasta que encontró un banco corrido de piedra en la pared frente a la Iglesia.
—Venga —lo señaló con la mano en la que llevaba la jaula del canario—. Vamos a sentarnos en ese banco.
Puso la jaula a su lado y sobre ella el sombrero rojo. Con las dos manos se ahuecó el pelo. Lo llevaba corto. Muy corto. Más corto incluso que el mío. Yo la miraba con la boca abierta. Jamás había visto a ninguna mujer con el pelo corto. Era extraño, pero realzaba aún más su belleza.
—¿No va a llamar? La tía Manuela, la telefonista, aún está dentro.
—Ah, no. No tengo dinero. No quiero llamar a nadie. ¿Imaginabas que quería llamar por teléfono? —Se rio de nuevo—No. Sólo estoy esperando.
Me quedé en silencio, un poco avergonzado por aquella risa. Pero su mirada me confortó.
—¿Puedo preguntarle una cosa?
—Claro.
—¿Por qué lleva un canario?
—Es un jilguero.
—Mi abuela tiene uno igual y es un canario.
—A lo mejor tu abuela tiene un jilguero y no lo sabe.
Me callé de nuevo y me quedé mirando las baldosas de la acera. Eloísa estiró el cuello y emitió un quejido.
—Vale. —Sonrió— Puede que sea un canario. La verdad es que no sé distinguir a un canario de un jilguero o, incluso de un buitre. —se rio otra vez y su risa resonó en la plaza. Cogió su sombrero y me lo puso en la cabeza. Entonces también me reí.
En ese momento apareció uno de los quintos de ese año. Jacinto. Traía de la cincha a la mula después de haberla llevado a abrevar a la fuente del El Chorro. Me quité el sombrero lo más rápidamente que pude y lo dejé sobre el banco. Pero me vio. Me observó un instante y después la estuvo observando a ella mientras subía pausadamente. No le quitó el ojo de encima. También ella le estuvo observando.
—Hombre, Ernesto —me habló sin detenerse y sin dejar de mirarla—, que bien acompañado te veo.
Sonreí incómodo. Hasta ese día nunca antes me había dedicado una palabra amable. Ella no sonrió, pero no apartó la mirada. Esperó a que desapareciera por la misma calle por la que antes habíamos accedido a la plaza.
—Un gallito, ¿eh?
—Sí.
—¿Se mete mucho contigo? —Me señaló el sombrero con la mirada. Me encogí de hombros. Sabía perfectametne que la próxima vez que me cruzara con él me iba a preguntar por ella. Y que si, además, iba acompañado por su cuadrilla, seguramente sería avasallado. Pero no me importó. Sentí que valía la pena estar allí.
—No me preocupa —dije al fin—. Prefiero estar aquí, aunque luego se metan conmigo.
Sonrió.
—Bien.
Nos quedamos en silencio contemplando la plaza. Sus ojos se pasearon por ella saltando de una casa a otra, de una fachada a la siguiente.
—¡Qué flores más bonitas! —Señaló la casa de la Remedios. La tía Remedios. Con sus balcones llenos de tiestos repletos de flores— ¿De quién es?
—De la tía Remedios.
—Pues cuando la veas le dices que sus flores me parecen preciosas.
Entonces volvió a quedarse en silencio.
—Esa casa tiene dinero —dijo a continuación señalando la casa de la cochera grande y el balcón corrido entre dos ventanales—. ¿Y esa de quién es?
—Ahí vive Don Ramón. Pero sólo viene en verano.
—Ya. Imagino que tendrá muchas tierras.
—No lo sé —me avergoncé un poco.
—Seguro que sí.
De nuevo nos quedamos en silencio.
—¿A cuánto está el siguiente pueblo? —preguntó un instante después.
—¿Cañaval?
—No sé. ¿Ese es el siguiente pueblo?
—Sí.
—Pues entonces sí. —Se rio— ¿A cuánto está Cañaval?
—A diez kilómetros por la carretera.
—¿A diez kilómetros? Apuesto a que por camino es más corto.
—Sí. ¿Cómo lo sabe?
—Porque si fuera más largo que la carretera nadie tomaría ese camino —se rio con una carcajada brillante.
—Claro —de repente me sentí como un idiota y bajé la cabeza.
—No seas tonto. —me empujó jugando— Era una broma. —A continuación se quedó pensativa unos instantes— Eso será unos quince o veinte minutos —miró un momento hacia el cielo meditando—. Espera aquí.
Se levantó y se dirigió a Teléfonos. La seguí con los ojos hasta que entró en la centralita. Después observé la jaula que seguía a mi lado. El canario trinaba desde su columpio. Algunos barrotes estaban torcidos y aplastados por el golpe, pero no lo suficiente como para que el ave pudiera escapar. Metí los dedos en los huecos y empecé a forzarlos para devolverlos a su posición original. Aún estaba peinando los alambres cuando volvió a aparecer Eloísa.
—Ay —se alegró—. La estás arreglando. ¡Qué maravilla!
—Sí. Con el golpe se habían torcido algunos barrotes. Ya casi está. —Terminé de alinearlos y se la entregué—. Ya está.
Eloísa cogió la jaula y la elevó hasta poner al canario frente a sus ojos.
—Dartañán, Dartañán, bonito, canta para Ernesto que te ha arreglado la casita.
—¿Dartañán?
—Sí. Nuestro jilguero. Nuestra hija le puso ese nombre. ¿Sabes quién era Dartañán? —Negué con la cabeza — Pues era uno de los tres mosqueteros. Que en realidad eran cuatro. —Se rio— ¿Habrás oído hablar de los tres mosqueteros, verdad?
Afirmé con la cabeza para no quedar de nuevo como un idiota. Pero me hice la promesa de preguntarle a la maestra por los tres mosqueteros el próximo día de clase.
—Siempre viaja con nosotros —dijo depositando la jaula en el banco a su lado después de hacerle una última carantoña con los labios—. Ella lo llamaba jilguero Dartañán.
Permanecí en silencio dudando si preguntarle quienes eran esos nosotros. ¿Se refería al hombre que la había abandonado hacía un rato o a su hija? Ella misma me respondió un momento después.
—Antes siempre viajábamos los tres juntos –recordó—. Pero —se detuvo con una triste sonrisa—, ya sólo quedamos dos. Bueno —recobró con esfuerzo la alegría—, y Dartañán, claro.
—¿Ese señor? —pregunté al fin.
—Sí. Ese señor es mi marido.
Me callé y seguí mirando las casas de la plaza.
—Pero la ha abandonado —me atreví a comentar.
—No, Ernesto. Sólo es una pelea. No pasa nada. ¿Tus padres no se pelean?
—No.
—¿Nunca?
Dudé un segundo.
—Yo no los he visto.
Se rio con una carcajada cristalina.
—Vaya. Tu madre tendría que contarme su secreto. —Me encogí de hombros— Nosotros antes tampoco discutíamos. Alguna tontería, pero nada serio. Nunca. —Se quedó en silencio— Pero la vida puede cambiar en un segundo, ¿sabes? La desgracia puede aparecer y golpearte. Incluso donde no podría ser. —Me puso la mano en el pelo— Donde es impensable. También allí puede ocurrir. —Retiró la mano de mi cabeza y las puso debajo de sus muslos echando un poco el cuerpo hacia adelante— Te diré lo que va a ocurrir. Cuando mi marido, Roberto, llegue a ese pueblo, ¿Cañavales? —afirmé con la cabeza—, se acercará a la centralita de teléfonos y llamará a este pueblo preguntando por mi. La telefonista, que ya sabe que estoy esperando una conferencia, saldrá a buscarme. Mi marido me dirá que espere aquí y vendrá a buscarme. Siempre es así.
Y con la misma seguridad echó su cuerpo hacia atrás hasta apoyar la espalda en la fría pared de piedra. Y se quedó en silencio.
—Ahora tendría tu edad —de repente dibujó una sonrisa—. Por las noches nos contaba cuentos. El último que nos contó fue el del Espantapájaros Feleto. Nunca supimos de dónde sacaba esos nombres. —Me miró sonriendo— ¿Quieres que te lo cuente? Era algo así: el espantapájaros Feleto era un espantapájaros como los demás. Estaba plantado en mitad del campo y su misión era evitar que los pájaros se comieran las semillas. Sin embargo, lo que nadie sabía era que en realidad se trataba de un espantapájaros muy especial. Era un espantapájaros amigo de los pájaros. Era amigo de las cigüeñas, de los gorriones, de los cuervos y las urracas, del jilguero Dartañán. ¿Ves, el jilguero Dartañán? —señaló al canario—. Y era amigo también de las lechuzas. Cada anochecer los pájaros se posaban sobre sus brazos y charlaban con él hasta que el sol desaparecía del todo. Un día Feleto se fue del campo donde estaba plantado. Se acercó a un barranco. Dio un paso. Luego otro paso. Y luego otro más. Cuando ya estaba en el borde alargó los brazos hacia el sol y voló. —ella alargó también los brazos hacia la plaza mientras lo contaba y de un salto se incorporó. Después, volviéndose hacia mi, se rio —¿No es magnífico?
A continuación, aprovechando que se había puesto de pie, se pasó las manos por la falda alisando las arrugas. Y se sentó de nuevo.
—¿Y si no llama?
No tuve que repetir la pregunta.
—Llamará.
Nos quedamos en silencio. Eloísa entonó una melodía con la boca cerrada sin dejar de observar el vacío existente entre nosotros y las fachadas de las casas de la plaza.
—¿Cuánta gente vive en el pueblo?
—El otro día escuché a mi padre que debíamos ser unos quinientos.
—¿Y tienes muchos amigos?
—Todos los de la escuela.
—¿Todos?
—Sí. Algunos me caen mejor y otros peor. Pero todos son amigos.
—Sí. Claro. Es lo que hay. O lo aceptas o revientas.
—No entiendo.
—Nada. —sonrió— Una tontería que se me ha ocurrido. –Me revolvió el pelo con la mano.
Me gustaba cuando me tocaba el pelo. Su sonrisa me tenía hipnotizado y esas confianzas hacían que me sintiera bien, que sintiera que era su amigo. Buscó entonces un reloj con la mirada.
—¿Qué hora será?
—Pronto van a ser las siete. Dentro de media hora será de noche —Me miró sorprendida.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque el sol ya se ha ocultado tras el Puntarrón —Señalé el monte en cuya ladera se asentaba el pueblo.
—¿Ese monte se llama Puntarrón?
—Sí. Aunque desde aquí no se ve, termina en punta.
—Vaya.
De nuevo nos quedamos en silencio. Los dos esperábamos que sonara algún teléfono dentro de la casa. Me miró y enarcó las cejas en señal de resignación.
—No se preocupe —comenté al fin—. Mi padre el otro día tuvo un pinchazo y se quedó parado en la carretera durante toda la tarde porque la de recambio también estaba pinchada.
—No me preocupo, Ernesto. Llamará.
El canario empezó a trinar, pero ni Eloísa no yo le prestamos atención. Los minutos fueron cayendo sobre las sombras, alargándolas.
—Oye, Ernesto, ¿no tienes que volver a casa? A lo mejor tu madre te está esperando.
—No. Aún es temprano. Imaginará que estoy jugando al fútbol en la era.
—¿Estás seguro?
Afirmé con la cabeza. De repente sonó un timbre de teléfono dentro de la centralita. Nos pusimos de pie instantáneamente. Eloísa se acercó hasta la puerta. En ese momento se abrió y apareció la tía Manuela, la telefonista.
—Lo siento. No es para usted.
Eloísa se dio la vuelta lentamente mientras la telefonista se dirigía a buscar al destinatario de la llamada. Apenas había dado unos pasos cuando se detuvo.
—Ernesto, hijo, corre a buscar a Antonia, la de Ramón, y dile que su novio la llama. Así, si llaman para esta señora podré atenderla.
Aunque me fastidiaba un poco salté del banco y me fui corriendo a casa de Antonia. Corrí lo más rápido que pude y no esperé a que saliera para hacer el camino con ella. Una vez que confirmé que había recibido el mensaje regresé a Teléfonos. La tía Manuela charlaba con Eloísa en la puerta de la centralita.
—Si quiere avisamos al alcalde para ver si él puede hacer algo.
—No. No se preocupe, de verdad —respondió Eloísa—. Esperaré aquí a mi marido.
—Se me ocurre que también podemos dar aviso a la Guardia Civil. Ellos podrán localizarlo. O indicarnos al menos si ha habido algún accidente.
—No se preocupe. Él llamara de un momento a otro.
—Bien —se rindió—. Como usted quiera. Pero dentro de diez minutos tengo que cerrar.
Por la calle apareció Antonia. Había venido corriendo también todo el camino. Estaba visiblemente azorada.
—Venga, Antonia. Que tienes al chico esperando. Te lo paso a la cabina tres.
—Sí, gracias. —Intentaba coger aire con la mano apoyada en la puerta—. Ay, qué nervios. Es que está haciendo la mili en África —le explicó a Eloísa. Imagínese.
Un minuto después volvió a salir la tía Manuela.
—Ya le digo, señora, en cuanto termine la chiquilla vamos a cerrar. Todo lo que podemos hacer es avisar a la Guardia Civil.
—Muchas gracias. No es necesario.
Antonia aún estuvo hablando unos minutos. A continuación salió y nos saludó con una sonrisa espléndida. Entró un momento la tía Manuela para apagar las luces. Después volvió a salir, cerró la puerta y giró la llave.
—Entonces, ¿todo bien? —la interrogó mientras se guardaba la llave en el bolsillo de la chaqueta.
Antonia pareció dudar a la hora de responder al ver que estaba Eloísa. Pero con un gesto de alegría explotó.
—Sí. Viene la semana próxima. Y va a estar toda la semana.
—¿Pero qué viene?, ¿a tu casa? —preguntó la tía Manuela.
—No. Quita. Es demasiado pronto. Se hospedará en la Posada, claro. Pero le veré todos los días.
—Pues a lo mejor pronto suenan las campanas.
—Bah —se rio emocionada—, no digas eso. Ya veremos. Bueno, me voy corriendo a reservar habitación en la Posada. Buenas noches.
Le dimos todos las buenas noches y la vimos correr por la calle recta a toda prisa.
—A reservar, dice —se sonrió la tía Manuela—. Si no hay clientes en la posada casi desde la guerra. Esta chiquilla —se dijo para sí, sin terminar la frase. Entonces se dirigió a Eloísa—. Señora, ya no puedo hacer más. Hasta mañana a las nueve no se abre teléfonos. Si necesita hospedarse ya lo ha oído. Siguiendo esta misma calle hay, en la última casa, una posada donde alquilan habitaciones. —Entonces vi en Eloísa un gesto cercano a la preocupación. Pero no se movió—. Ernesto, chaval, se ha hecho tarde. Ya deberías estar en casa. Así que no tardes. ¿Vale? —Afirme con la cabeza.
La tía Manuela se despidió y empezó a subir la cuesta por donde habíamos bajado nosotros un par de horas antes.
—Va a decírselo a mis padres. —Eloísa me miró extrañada—, Su casa está en la otra dirección. Por ahí está mi casa. Se lo dirá a mis padres. En un rato aparecerá por la esquina mi padre o mi madre.
Eloísa sonrió.
—Normal. Yo habría hecho lo mismo. De hecho quizás sea el momento de que vuelvas a casa.
—¿Y usted que hará?
—Yo seguiré aquí. Esperando a mi marido.
—Pero no va a venir.
—Vendrá. En cualquier caso, eso ya no es cosa tuya. Tú debes ir a casa. —De nuevo me puso la mano en la cabeza— Venga. No lo demores más. Vuelve a casa antes de que te regañen. Venga. —Me empujó suavemente.
Me incorporé. Eloísa, aprovechando que ella estaba sentada, me abrazó con una sonrisa.
—Gracias por todo, Ernesto. —Asentí con la cabeza— Y no te preocupes por mi. Toda va a ir bien. Ya lo verás.
—Claro —contesté.
Crucé la plaza en diagonal. Antes de desaparecer tras la esquina me giré y la vi con el sombrero rojo en la cabeza. Estaba metiendo los dedos entre los barrotes de alambre de la jaula para jugar con Dartañán.