martes, 4 de marzo de 2014

Golpes de mar


Me gusta pasear por mi barrio. Pasear cada mañana entre paredes desconchadas por el salitre. Caminar bajo sábanas blancas tendidas de lado a lado como redes para recoger el sol. Me gustan los balcones. Tan cerca están unos de otros que casi se puede estrechar la mano del vecino y mantener una charla al atardecer en verano. Me gusta callejear sin rumbo hasta llegar al pequeño parque adornado con piedras en el suelo. Un pozo domina su centro y tres bancos de hierro se acomodan a la sombra morada de las glicinias. Allí me sentaba cada mañana y me dejaba llevar por las voces destempladas de las mujeres tras las ventanas y los vendedores ambulantes que pregonan sus mercancías a gritos. Me sentaba y esperaba pacientemente a que Marcela terminara de servir. Trabajaba en la cocina del único bar alejado del puerto en el que se podía comer por una miseria un plato de sardinas a la plancha acompañadas de un vino peleón y una sopa aguada de puerros con patatas. Cada mañana salía a la plaza con el periódico del día anterior bajo el brazo. Ella lo guardaba para mí y yo simulaba leerlo sólo por verla unos instantes.
—Aquí tiene, Don Sebastián —se sentó sonriendo a mi lado aquella mañana—. No se puede imaginar qué calor hace ahí dentro —se abanicó con la mano.
Observé su generoso escote por el rabillo del ojo y sonreí mientras abría el periódico de par en par.
—Sí. Hoy hace calor —me sumergí en las primeras páginas—. ¿Qué, cómo va todo? ¿Muchos clientes?
—Qué va. Los parroquianos de siempre. Por cierto, ¿sabe que el Manuel no volvió anoche? Vaya desgracia más grande.
—¿Manuel? ¿El de la calle alta? —Marcela afirmó con la cabeza—. Bah —me encogí de hombros. Mis ojos iban indistintamente de sus ojos a su escote y a los labios—. No pasa nada. Volverá.
—Me temo que no —se puso muy seria—. No va a volver.
—¿Por qué, mujer? ¿Qué te hace pensar que se haya hundido? —me asusté—. Se le habrá roto el velamen. Seguro que hoy mismo aparecerá por el muelle.
—Ya le digo yo que no. Ha naufragado. Lo sé —bajó la voz hasta convertirla en un susurro—. Se lo digo yo.
Se hizo el silencio entre nosotros. Un gorrión se posó en el borde del pozo.
—Bueno, lo soñé hace algunos días, pero no se lo dije a nadie.
—Eso son tonterías de vieja, Marcela.
—Pues claro que son tonterías —protestó con amargura—. Pero sabe que nunca han fallado mis intuiciones.
—Ya lo sé, maldita sea —me tomé un instante para respirar—. En cualquier caso no se lo habrás dicho a la María.
—Claro que no —abrió lo ojos con sorpresa—. A nadie. ¿Por quién me toma? La he visto esta mañana corriendo al muelle con los niños. Tenía una cara de susto —murmuró para sí misma. Yo afirmé con la cabeza—. Pero, bueno, oiga, que a lo mejor tiene usted razón y estoy equivocada —intentó sonreír y se levantó del banco—. Algún día tendrá que ocurrir. ¿No? Pues eso. Tengo que volver, que se me va a revolucionar la parroquia. Hala —se alisó la falda con las manos. Expulsó el aire de sus pulmones como si alejara de sí un peso y se encaminó de nuevo hacia el bar—, a seguir bien, Don Sebastián. Cuídese y hasta mañana.
Me despedí con la cabeza y observé como se alejaban aquellas caderas ondulándose como golpes de mar. Suspiré con resignación. Aunque me apetecía esperar por si la veía fugazmente de nuevo y despejaba las ideas de mi cabeza, sabía que tenía cosas importantes que hacer. Me incorporé lentamente, con dolor de huesos. En aquel momento era consciente de que aquellas calles, que por la mañana siempre me parecían bohemias y preparadas para acoger el arte y las vanguardias, en realidad sólo albergan humedad, miseria y enfermedades respiratorias. Sabía por experiencia que los lienzos blancos tendidos al sol de ventana a ventana en verdad más que lienzos preparados para el pincel son mortajas de marineros.
Desanduve el camino cabizbajo con el periódico atrasado bajo el brazo. Saludé con un gesto a los pocos vecinos que me crucé. Al final de la calle estaba la pequeña entrada del lateral de la nave. Era una puerta de madera perfectamente ajustada a un arco de medio punto. Saqué la llave de hierro y la introduje en la cerradura. Me detuve un instante antes de abrir. Pensé en Marcela y en sus premoniciones. Repasé su figura. Su pelo negro, sus ojos, sus labios, sus pechos y sus caderas. Su sonrisa. Me imaginé nadando entre sus piernas y me estremecí. También pensé en Manuel y en María la larga, su mujer. Y en sus hijos. Abrí la puerta y me santigüé. Debía avisar al monaguillo para llamar a misa. Esa mañana tenía mucho por lo que rezar.

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