miércoles, 18 de junio de 2014

Cuando los instintos salen a pasear



Hoy he ido con Julia a la piscina. Ha sido una gran oportunidad de ver cómo va creciendo la pequeña. Cuando la ves día a día, en un contexto casi cerrado, apenas aprecias las pequeñas variaciones que se van acumulando. De la misma manera que no se aprecia el paso del tiempo en carne propia y sólo lo constatas cuando lo comparas con una imagen del pasado o ves los estragos en cuerpo ajeno. «¡Qué viejo estás, jodío!» «Pues anda que tu.» «¿Yo? ¿Será una broma?» Pues no, no era una broma. Y con Julia pasa igual. Está creciendo. Ya me lo había comentado su madre. Julia se exhibe en la piscina delante de un niño que es un año mayor que ella. Hoy lo he comprobado. Hemos llegado antes de que él apareciera y ella, después del primer baño, se ha dedicado a observar el camino por el que debería aparecer. Y por fin le ha visto. Ha sonreído con una alegría sana y satisfecha. Venía Jorge. Después ha comenzado el festival. Cuando él entraba en el agua ella tenía unas ganas locas de zambullirse. Cuando él salía, ella se cansaba de estar en remojo y volvía a la toalla que, casualmente él había puesto al lado de las nuestras. De hecho he de decir, en virtud de la verdad, que él ha saltado la valla de ladrillos en lugar de entrar por la puerta de la piscina, sólo porque Julia estaba al lado y le estaba mirando. Al ver esos comportamientos he recordado aquellas épocas en las que no me importaba recorrer el camino más largo sólo porque había una remota posibilidad de cruzarme con la chica de mis sueños. Bastaba saludarla con un «Hola, ¿qué tal?» para hacer el resto del camino con una infinita satisfacción en el corazón. Satisfacción exactamente igual e inversa a la desafección que sentía si no se producía ese encuentro o no me atrevía a saludarla. Y me he sonreído. Las hormonas desatadas, el temblor en las rodillas, un cosquilleo en la palma de la mano, la boca seca, cierto ardor en las mejillas. Visto en la distancia no puedes evitar sonreír al pensar cuántas tonterías no habremos hecho por situaciones así. Coger el camino más largo, retrasar el regreso a casa por si se produce un encuentro accidental, pasear por barrios ajenos con la excusa aprendida, «qué casualidad, pasaba por aquí», temblar con el número de teléfono en la mano pensando en qué demonios le voy a decir mientras suena el tono pausado al otro lado. Pensando, «no lo va a coger», deseando «que no conteste, por Dios, que no lo coja». Otras veces, más lanzado, casi suicida, sintiendo que saltaba al vacío desde un acantilado, temí que se interrumpiera el tono. Aunque también hubo veces, acobardado, en que me alegré de que muriera la llamada, agotada de reclamar algo de atención en una casa vacía. En fin, edades en las que se hizo el ridículo una y otra vez. Ridículo entrañable que ahora veo que repiten los que vienen detrás. Y me sonrío y pienso que sí, que fue hermoso tener aquellos treinta y ocho años.

3 comentarios:

  1. Respuestas
    1. gracias, Jesús. Deduzco que tu también has hecho el ridículo alguna vez... jajaja
      Un abrazo grande, compadre.

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  2. Jajaja! Muy bueno. Me encanta cómo escribes.

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