viernes, 11 de septiembre de 2015

El Ruido y la Furia y Mazurca para dos muertos


Hoy os voy a hablar de dos fracasos. De dos grandes fracasos como lector.
—¿Y por qué nos cuentas fracasos cuándo lo que queremos es leer libros que nos gusten y nos entretengan?
—Porque que yo no haya podido con ellos no quiere decir que no sean obras de arte y quizás haya otros que sean capaces de abrazarlas y sacarles aquello que yo he sido incapaz de sacar. Y que otros que sí lo han logrado no se cansan de cantar: son obras de arte.
Estoy hablando del William Faulkner (sí, el mismo que leen con pasión en “Amanece que no es poco”… el que no haya visto la película no sabe lo que es surrealismo, imaginación y humor hispano en estado puro).
El Ruido y la furia.
Obra que describe una familia sureña americana con un hijo discapacitado. En el primer capítulo es él el que cuenta la historia. Son todo diálogos. Sin ninguna descripción. Frases lanzadas una tras otra. Los estados de ánimo, las descripciones, vienen, surgen en la mente del lector a partir de los comentarios de los actores. Es magnífico. Mezcla personajes, pero no contento con eso, mezcla épocas separadas únicamente por una entrada en cursiva. Pongamos unos diez años de diferencia entre una época y otra y los mismos personajes (o casi los mismos), pero con pequeños detalles que hacen que intuyas una progresiva decadencia: han vendido el prado… ya no está el padre… los negros jóvenes ya no tratan con tanto respeto a los señores ni a sus mayores… En ese aparente caos el lector, no me preguntéis cómo, consigue mantener el hilo conductor. Y se lee muy bien. Pero siempre con dudas: ¿habré entendido bien? ¿Maury? o ¿Benji?
En el segundo capítulo (son tres) cambia la forma narrativa. Ahora es diálogo interior. El narrador ya no es el niño (hombre) discapacitado. Ahora es cada personaje que va contando y mostrando al mundo sus miserias. Sus enormes miserias.
Y ahí lo dejé (el derecho inalienable de todo lector de mandar a freír espárragos al mejor autor de la historia que ha escrito la mejor obra de la humanidad porque le da la real gana) ¿Por qué lo dejé? Porque cuesta. No es fácil. Pero sí puedo decir que es bueno. Describe una nube, una niebla densa y mete el lector en ella para hacerlo avanzar a tientas. No se ve por dónde vas, pero avanzas. Algo ocurre a tu alrededor pero apenas ves lo que la niebla te deja ver. Esa es su virtud. Y ese es su defecto. Que en el camino puedes trastabillar y caer. Eso me pasó a mi. Y si eso ocurre te pierdes el final. Otros que sí la terminaron me dijeron que cuando cerraron el libro y volvieron la vista atrás la niebla había desaparecido y todo, absolutamente todo, se mostraba bajo un sol radiante de mediodía. Eso es lo que os ofrezco. Mi fracaso y, frente a él, la oportunidad de que vosotros sí lo logréis.
El ruido y la furia.
William Faulkner 1929



Pero hay otro fracaso más. Está visto que este mes me tocaba estrellarme. Y este tiene más delito porque no puedo culpar a una mala traducción. Es nuestro Camilo. Nuestro Camilo José. Nuestro Cela.

Mazurca para dos muertos.


Difícil describir este libro.
Imaginad la verborrea de una anciana con incontinencia verbal deseando contar muchas cosas de mucha gente que ella conoce, conoció o simplemente llegó a oír hablar de ellas pero que tu jamás oíste nombrar. Pues esa es la novela de Cela. Un derroche de información de personajes que se mezclan, se suceden, se incorporan, se abandonan, se olvidan, se crean, llegan y se van. Eso sí todo ello contado con el arte de Cela (cuya obra y capacidad artística, para mí, hace olvidar afortunadamente al personaje). En sólo un par de hojas del libro se suceden tantos hechos y tantos personajes con su descripción y sus actos como en muchas otras novelas de otros autores. Y todo ello envuelto en una selva de zarzas y caminos embarrados. La Galicia profunda y canibal, con curas puteros, señores puteros, putas señoriales, solteronas enfermizas y enfermos solteros. Lisiados de guerra, lisiados endogámicos, lisiados de los caminos, la guerrilla, la guardia civil y el contrabando con Portugal. Clanes contra clanes, venganzas y reyertas a navaja y locas que tiran piedras a una fuente con las tetas fuera del corpiño para respirar a pleno pulmón. Muertes naturales producidas por el absurdo de una sanidad medieval y una copita de orujo para que entre mejor. Y por encima de todo esto un cielo plomizo, gris, con lluvia perenne, calabobos y vacas con tetas gordas llevadas hasta el prado por niños pastores con mala leche.
Eso, o algo así, es Mazurca para dos muertos. No es fácil. Hasta donde yo he leído no parece haber argumento. Pero te sumerges en una época de candiles, fusiles, navajas, braguetas bajadas y pantalones sucios con malos caminos en los que el narrador, el propio Camilo, el de Cela (así lo nombran en el propio texto), entrevista a ancianas resentidas y amargadas con la vida, que tienen al mismo tiempo un punto de golfería y buen vivir.
Entonces, ¿qué es lo que ha hecho que no pudiera con él? Su densidad. Sin duda. Es como una concentración de materia negra capaz de mover el universo con su capacidad energética. Si se pudieran fabricar motores que funcionaran con literatura, con este libro sin duda llegaríamos hasta Sebastopol sin necesidad de repostar en ninguna otra librería. Me desbordó, sin más. ¿Quién es quién? ¿Quién mató a quién? ¿quién hizo qué? ¿Quién se folló a quién y dónde? Me he perdido. Pues venga otra copita de orujo o, si tenemos a mano, un buen pulpiño y un ribeiro fresquiño, cojona… y a disfrutar. Es una locura. Pero no es una locura cualquiera. Es una locura magistral. Quizás algún día, en otro momento, me enfrente a él de nuevo. Sin duda, vale la pena.

lunes, 23 de febrero de 2015

EL DESIERTO DE LOS TÁRTAROS





Voy a hablar de un libro que no estoy leyendo. No. Lo leí hace años. Se lo presté a alguien a quien ahora ni siquiera recuerdo. Y desapareció. Pero no importa ya que si al menos lo leyó habrá valido la pena. ¿A quién se lo presté? No lo sé. Lo olvidé, quedó atrás. No así el libro. Lo disfruté en su momento y sé que cuando quiera volver a leerlo lo haré.
Es un libro que no voy a decir que todo el mundo debería leer, pero sí debería intentarlo. ¿Por qué? Porque es grande. Magnífico. Soberbio. ¿Hay asesinatos? Ninguno. ¿Hay conspiraciones? Ninguna. ¿Una buena dosis de sexo? Nada. ¿Odio primario? No. ¿Viajes exóticos? Nein. ¿Culturas desconocidas? Niet ¿Sectas? ¿terror? Niente. Caperucita, en comparación con las tensiones del libro, es el exorcista . No ocurre nada. Y cuando digo nada, es nada. La nada absoluta. Un soplo de viento en este libro sería un huracan. Una gota de lluvia un aguacero. Y sin embargo, si lo lees no lo olvidarás. Jamás. Te coge del cuello y no te suelta hasta que ha cumplido su cometido. El resultado no puede por menos que dejarte sentado unos minutos en silencio mirándote, preguntándote, ¿y yo? ¿qué habría hecho yo?
Os presento "El desierto de los Tártaros", de Dino Buzzati, publicada en 1940 (plena guerra mundial). Un libro universal, de un arte y una belleza dificilmente superable. Hay decisiones que marcan un destino. Toda una vida. El absurdo y la grandeza dependen de un simple punto de vista.
Creo recordar que se hizo una película con este argumento con Vittorio Gassman (el gran Vittorio), Francisco Rabal (el gran Paco Rabal) y Fernando Rey (el gran Fernando Rey (aunque este me gusta menos, la verdad)

Espero que os guste.

martes, 10 de febrero de 2015

ELOÍSA TENÍA UN SOMBRERO ROJO





El día en que Eloísa apareció en el pueblo llevaba puesto un sombrero rojo y una falda que le llegaba por debajo de la rodilla. Bajó del coche y se quedó parada en medio de la plaza mirando al interior. Alguien le arrojó los zapatos a sus pies.
—Dame la jaula — gritó.
Un instante después salió disparado un objeto por la ventanilla del conductor.
—Toma, tu maldito canario.
—Jilguero, imbécil. Es un jilguero. —Rodeó el coche corriendo para recoger la jaula del suelo y comprobar si se había hecho daño.
Entonces el conductor asomó la cabeza por la ventanilla.
—Eloísa —la llamó—, estás loca, cariño. No puedo más. Eh, eh—reclamó su atención hasta que consiguió que ella le mirara —, estás loca.
A continuación levantó el pie del embrague y desapareció por la Calle Mayor. Eloísa se incorporó y sostuvo la jaula en el aire, pegada a su cadera. Miró a derecha e izquierda.
—Oye, niño —me llamó—, ¿cómo te llamas?
—Ernesto. —La miraba fascinado. Jamás había visto a una mujer más bella.
—Bonito nombre —sonrió—. ¿Puedes hacerme un favor?
—Claro, señora. Dígame. —Me acerqué abandonando mis juguetes en la entrada de mi casa.
—¿Cómo se llama este pueblo?
—Puerta de Doña Ubrique.
—Vaya —exclamó sorprendida—. Curioso nombre. ¿Dónde está la gente? ¿Están todos muertos?
—No, señora. Sólo están muertos los que están en el cementerio. El resto o están trabajando o están en el bar—sonreí.
—Lógico. Y dime, Ernesto, ¿sabrías decirme si hay teléfono en este pueblo?
—Sí, claro. En teléfonos, en la centralita, frente a la iglesia —señalé la cuesta que llevaba hasta la plaza.
—¿Por allí? —Afirmé con la cabeza. Sonrió y me acarició la mejilla —Pues muchas gracias.
Se puso los zapatos y se alejó poco a poco hasta que desapareció. En cuanto dejé de verla salí corriendo detrás intentando no hacer ruido. Me escondí en las penumbras de los portales. Desde allí la observaba hipnotizado. Caminaba por el centro de la calle, viajando con el claqueteo de sus tacones en el empedrado. De repente se detuvo y lentamente se giró. Yo me oculté aplastándome contra una puerta.
—Ernesto —me llamó—. Si me vas a acompañar será mejor que vayas a mi lado. —Contuve la respiración para que no me delatara— ¿Estás seguro de que prefieres seguirme a escondidas en vez de pasear conmigo?
Decidí que la segunda opción era mejor. Lentamente abandoné mi escondite. Ella me esperaba en el centro de la calle y alargaba hacia mi su mano libre.
—Venga, hombre. Que no se diga que haces esperar a una mujer.
Acudí a su mano con la cabeza baja, sin atreverme a mirarla. Eloísa se rio y se agachó para recibirme. Con la mano me levantó la barbilla.
—Nunca bajes la cabeza, muchacho.
—Sí, señora.
—Venga, llévame adonde está ese teléfono.
—Está ahí mismo —señalé el final de la cuesta.
Bajamos de la mano lo que nos faltaba hasta llegar a la plaza. En uno de los lados había una puerta cerrada. En su arco había un letrero con el nombre escrito de Teléfonos. Allí estaba la centralita. Eloísa buscó con la mirada hasta que encontró un banco corrido de piedra en la pared frente a la Iglesia.
—Venga —lo señaló con la mano en la que llevaba la jaula del canario—. Vamos a sentarnos en ese banco.
Puso la jaula a su lado y sobre ella el sombrero rojo. Con las dos manos se ahuecó el pelo. Lo llevaba corto. Muy corto. Más corto incluso que el mío. Yo la miraba con la boca abierta. Jamás había visto a ninguna mujer con el pelo corto. Era extraño, pero realzaba aún más su belleza.
—¿No va a llamar? La tía Manuela, la telefonista, aún está dentro.
—Ah, no. No tengo dinero. No quiero llamar a nadie. ¿Imaginabas que quería llamar por teléfono? —Se rio de nuevo—No. Sólo estoy esperando.
Me quedé en silencio, un poco avergonzado por aquella risa. Pero su mirada me confortó.
—¿Puedo preguntarle una cosa?
—Claro.
—¿Por qué lleva un canario?
—Es un jilguero.
—Mi abuela tiene uno igual y es un canario.
—A lo mejor tu abuela tiene un jilguero y no lo sabe.
Me callé de nuevo y me quedé mirando las baldosas de la acera. Eloísa estiró el cuello y emitió un quejido.
—Vale. —Sonrió— Puede que sea un canario. La verdad es que no sé distinguir a un canario de un jilguero o, incluso de un buitre. —se rio otra vez y su risa resonó en la plaza. Cogió su sombrero y me lo puso en la cabeza. Entonces también me reí.
En ese momento apareció uno de los quintos de ese año. Jacinto. Traía de la cincha a la mula después de haberla llevado a abrevar a la fuente del El Chorro. Me quité el sombrero lo más rápidamente que pude y lo dejé sobre el banco. Pero me vio. Me observó un instante y después la estuvo observando a ella mientras subía pausadamente. No le quitó el ojo de encima. También ella le estuvo observando.
—Hombre, Ernesto —me habló sin detenerse y sin dejar de mirarla—, que bien acompañado te veo.
Sonreí incómodo. Hasta ese día nunca antes me había dedicado una palabra amable. Ella no sonrió, pero no apartó la mirada. Esperó a que desapareciera por la misma calle por la que antes habíamos accedido a la plaza.
—Un gallito, ¿eh?
—Sí.
—¿Se mete mucho contigo? —Me señaló el sombrero con la mirada. Me encogí de hombros. Sabía perfectametne que la próxima vez que me cruzara con él me iba a preguntar por ella. Y que si, además, iba acompañado por su cuadrilla, seguramente sería avasallado. Pero no me importó. Sentí que valía la pena estar allí.
—No me preocupa —dije al fin—. Prefiero estar aquí, aunque luego se metan conmigo.
Sonrió.
—Bien.
Nos quedamos en silencio contemplando la plaza. Sus ojos se pasearon por ella saltando de una casa a otra, de una fachada a la siguiente.
—¡Qué flores más bonitas! —Señaló la casa de la Remedios. La tía Remedios. Con sus balcones llenos de tiestos repletos de flores— ¿De quién es?
—De la tía Remedios.
—Pues cuando la veas le dices que sus flores me parecen preciosas.
Entonces volvió a quedarse en silencio.
—Esa casa tiene dinero —dijo a continuación señalando la casa de la cochera grande y el balcón corrido entre dos ventanales—. ¿Y esa de quién es?
—Ahí vive Don Ramón. Pero sólo viene en verano.
—Ya. Imagino que tendrá muchas tierras.
—No lo sé —me avergoncé un poco.
—Seguro que sí.
De nuevo nos quedamos en silencio.
—¿A cuánto está el siguiente pueblo? —preguntó un instante después.
—¿Cañaval?
—No sé. ¿Ese es el siguiente pueblo?
—Sí.
—Pues entonces sí. —Se rio— ¿A cuánto está Cañaval?
—A diez kilómetros por la carretera.
—¿A diez kilómetros? Apuesto a que por camino es más corto.
—Sí. ¿Cómo lo sabe?
—Porque si fuera más largo que la carretera nadie tomaría ese camino —se rio con una carcajada brillante.
—Claro —de repente me sentí como un idiota y bajé la cabeza.
—No seas tonto. —me empujó jugando— Era una broma. —A continuación se quedó pensativa unos instantes— Eso será unos quince o veinte minutos —miró un momento hacia el cielo meditando—. Espera aquí.
Se levantó y se dirigió a Teléfonos. La seguí con los ojos hasta que entró en la centralita. Después observé la jaula que seguía a mi lado. El canario trinaba desde su columpio. Algunos barrotes estaban torcidos y aplastados por el golpe, pero no lo suficiente como para que el ave pudiera escapar. Metí los dedos en los huecos y empecé a forzarlos para devolverlos a su posición original. Aún estaba peinando los alambres cuando volvió a aparecer Eloísa.
—Ay —se alegró—. La estás arreglando. ¡Qué maravilla!
—Sí. Con el golpe se habían torcido algunos barrotes. Ya casi está. —Terminé de alinearlos y se la entregué—. Ya está.
Eloísa cogió la jaula y la elevó hasta poner al canario frente a sus ojos.
—Dartañán, Dartañán, bonito, canta para Ernesto que te ha arreglado la casita.
—¿Dartañán?
—Sí. Nuestro jilguero. Nuestra hija le puso ese nombre. ¿Sabes quién era Dartañán? —Negué con la cabeza — Pues era uno de los tres mosqueteros. Que en realidad eran cuatro. —Se rio— ¿Habrás oído hablar de los tres mosqueteros, verdad?
Afirmé con la cabeza para no quedar de nuevo como un idiota. Pero me hice la promesa de preguntarle a la maestra por los tres mosqueteros el próximo día de clase.
—Siempre viaja con nosotros —dijo depositando la jaula en el banco a su lado después de hacerle una última carantoña con los labios—. Ella lo llamaba jilguero Dartañán.
Permanecí en silencio dudando si preguntarle quienes eran esos nosotros. ¿Se refería al hombre que la había abandonado hacía un rato o a su hija? Ella misma me respondió un momento después.
—Antes siempre viajábamos los tres juntos –recordó—. Pero —se detuvo con una triste sonrisa—, ya sólo quedamos dos. Bueno —recobró con esfuerzo la alegría—, y Dartañán, claro.
—¿Ese señor? —pregunté al fin.
—Sí. Ese señor es mi marido.
Me callé y seguí mirando las casas de la plaza.
—Pero la ha abandonado —me atreví a comentar.
—No, Ernesto. Sólo es una pelea. No pasa nada. ¿Tus padres no se pelean?
—No.
—¿Nunca?
Dudé un segundo.
—Yo no los he visto.
Se rio con una carcajada cristalina.
—Vaya. Tu madre tendría que contarme su secreto. —Me encogí de hombros— Nosotros antes tampoco discutíamos. Alguna tontería, pero nada serio. Nunca. —Se quedó en silencio— Pero la vida puede cambiar en un segundo, ¿sabes? La desgracia puede aparecer y golpearte. Incluso donde no podría ser. —Me puso la mano en el pelo— Donde es impensable. También allí puede ocurrir. —Retiró la mano de mi cabeza y las puso debajo de sus muslos echando un poco el cuerpo hacia adelante— Te diré lo que va a ocurrir. Cuando mi marido, Roberto, llegue a ese pueblo, ¿Cañavales? —afirmé con la cabeza—, se acercará a la centralita de teléfonos y llamará a este pueblo preguntando por mi. La telefonista, que ya sabe que estoy esperando una conferencia, saldrá a buscarme. Mi marido me dirá que espere aquí y vendrá a buscarme. Siempre es así.
Y con la misma seguridad echó su cuerpo hacia atrás hasta apoyar la espalda en la fría pared de piedra. Y se quedó en silencio.
—Ahora tendría tu edad —de repente dibujó una sonrisa—. Por las noches nos contaba cuentos. El último que nos contó fue el del Espantapájaros Feleto. Nunca supimos de dónde sacaba esos nombres. —Me miró sonriendo— ¿Quieres que te lo cuente? Era algo así: el espantapájaros Feleto era un espantapájaros como los demás. Estaba plantado en mitad del campo y su misión era evitar que los pájaros se comieran las semillas. Sin embargo, lo que nadie sabía era que en realidad se trataba de un espantapájaros muy especial. Era un espantapájaros amigo de los pájaros. Era amigo de las cigüeñas, de los gorriones, de los cuervos y las urracas, del jilguero Dartañán. ¿Ves, el jilguero Dartañán? —señaló al canario—. Y era amigo también de las lechuzas. Cada anochecer los pájaros se posaban sobre sus brazos y charlaban con él hasta que el sol desaparecía del todo. Un día Feleto se fue del campo donde estaba plantado. Se acercó a un barranco. Dio un paso. Luego otro paso. Y luego otro más. Cuando ya estaba en el borde alargó los brazos hacia el sol y voló. —ella alargó también los brazos hacia la plaza mientras lo contaba y de un salto se incorporó. Después, volviéndose hacia mi, se rio —¿No es magnífico?
A continuación, aprovechando que se había puesto de pie, se pasó las manos por la falda alisando las arrugas. Y se sentó de nuevo.
—¿Y si no llama?
No tuve que repetir la pregunta.
—Llamará.
Nos quedamos en silencio. Eloísa entonó una melodía con la boca cerrada sin dejar de observar el vacío existente entre nosotros y las fachadas de las casas de la plaza.
—¿Cuánta gente vive en el pueblo?
—El otro día escuché a mi padre que debíamos ser unos quinientos.
—¿Y tienes muchos amigos?
—Todos los de la escuela.
—¿Todos?
—Sí. Algunos me caen mejor y otros peor. Pero todos son amigos.
—Sí. Claro. Es lo que hay. O lo aceptas o revientas.
—No entiendo.
—Nada. —sonrió— Una tontería que se me ha ocurrido. –Me revolvió el pelo con la mano.
Me gustaba cuando me tocaba el pelo. Su sonrisa me tenía hipnotizado y esas confianzas hacían que me sintiera bien, que sintiera que era su amigo. Buscó entonces un reloj con la mirada.
—¿Qué hora será?
—Pronto van a ser las siete. Dentro de media hora será de noche —Me miró sorprendida.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque el sol ya se ha ocultado tras el Puntarrón —Señalé el monte en cuya ladera se asentaba el pueblo.
—¿Ese monte se llama Puntarrón?
—Sí. Aunque desde aquí no se ve, termina en punta.
—Vaya.
De nuevo nos quedamos en silencio. Los dos esperábamos que sonara algún teléfono dentro de la casa. Me miró y enarcó las cejas en señal de resignación.
—No se preocupe —comenté al fin—. Mi padre el otro día tuvo un pinchazo y se quedó parado en la carretera durante toda la tarde porque la de recambio también estaba pinchada.
—No me preocupo, Ernesto. Llamará.
El canario empezó a trinar, pero ni Eloísa no yo le prestamos atención. Los minutos fueron cayendo sobre las sombras, alargándolas.
—Oye, Ernesto, ¿no tienes que volver a casa? A lo mejor tu madre te está esperando.
—No. Aún es temprano. Imaginará que estoy jugando al fútbol en la era.
—¿Estás seguro?
Afirmé con la cabeza. De repente sonó un timbre de teléfono dentro de la centralita. Nos pusimos de pie instantáneamente. Eloísa se acercó hasta la puerta. En ese momento se abrió y apareció la tía Manuela, la telefonista.
—Lo siento. No es para usted.
Eloísa se dio la vuelta lentamente mientras la telefonista se dirigía a buscar al destinatario de la llamada. Apenas había dado unos pasos cuando se detuvo.
—Ernesto, hijo, corre a buscar a Antonia, la de Ramón, y dile que su novio la llama. Así, si llaman para esta señora podré atenderla.
Aunque me fastidiaba un poco salté del banco y me fui corriendo a casa de Antonia. Corrí lo más rápido que pude y no esperé a que saliera para hacer el camino con ella. Una vez que confirmé que había recibido el mensaje regresé a Teléfonos. La tía Manuela charlaba con Eloísa en la puerta de la centralita.
—Si quiere avisamos al alcalde para ver si él puede hacer algo.
—No. No se preocupe, de verdad —respondió Eloísa—. Esperaré aquí a mi marido.
—Se me ocurre que también podemos dar aviso a la Guardia Civil. Ellos podrán localizarlo. O indicarnos al menos si ha habido algún accidente.
—No se preocupe. Él llamara de un momento a otro.
—Bien —se rindió—. Como usted quiera. Pero dentro de diez minutos tengo que cerrar.
Por la calle apareció Antonia. Había venido corriendo también todo el camino. Estaba visiblemente azorada.
—Venga, Antonia. Que tienes al chico esperando. Te lo paso a la cabina tres.
—Sí, gracias. —Intentaba coger aire con la mano apoyada en la puerta—. Ay, qué nervios. Es que está haciendo la mili en África —le explicó a Eloísa. Imagínese.
Un minuto después volvió a salir la tía Manuela.
—Ya le digo, señora, en cuanto termine la chiquilla vamos a cerrar. Todo lo que podemos hacer es avisar a la Guardia Civil.
—Muchas gracias. No es necesario.
Antonia aún estuvo hablando unos minutos. A continuación salió y nos saludó con una sonrisa espléndida. Entró un momento la tía Manuela para apagar las luces. Después volvió a salir, cerró la puerta y giró la llave.
—Entonces, ¿todo bien? —la interrogó mientras se guardaba la llave en el bolsillo de la chaqueta.
Antonia pareció dudar a la hora de responder al ver que estaba Eloísa. Pero con un gesto de alegría explotó.
—Sí. Viene la semana próxima. Y va a estar toda la semana.
—¿Pero qué viene?, ¿a tu casa? —preguntó la tía Manuela.
—No. Quita. Es demasiado pronto. Se hospedará en la Posada, claro. Pero le veré todos los días.
—Pues a lo mejor pronto suenan las campanas.
—Bah —se rio emocionada—, no digas eso. Ya veremos. Bueno, me voy corriendo a reservar habitación en la Posada. Buenas noches.
Le dimos todos las buenas noches y la vimos correr por la calle recta a toda prisa.
—A reservar, dice —se sonrió la tía Manuela—. Si no hay clientes en la posada casi desde la guerra. Esta chiquilla —se dijo para sí, sin terminar la frase. Entonces se dirigió a Eloísa—. Señora, ya no puedo hacer más. Hasta mañana a las nueve no se abre teléfonos. Si necesita hospedarse ya lo ha oído. Siguiendo esta misma calle hay, en la última casa, una posada donde alquilan habitaciones. —Entonces vi en Eloísa un gesto cercano a la preocupación. Pero no se movió—. Ernesto, chaval, se ha hecho tarde. Ya deberías estar en casa. Así que no tardes. ¿Vale? —Afirme con la cabeza.
La tía Manuela se despidió y empezó a subir la cuesta por donde habíamos bajado nosotros un par de horas antes.
—Va a decírselo a mis padres. —Eloísa me miró extrañada—, Su casa está en la otra dirección. Por ahí está mi casa. Se lo dirá a mis padres. En un rato aparecerá por la esquina mi padre o mi madre.
Eloísa sonrió.
—Normal. Yo habría hecho lo mismo. De hecho quizás sea el momento de que vuelvas a casa.
—¿Y usted que hará?
—Yo seguiré aquí. Esperando a mi marido.
—Pero no va a venir.
—Vendrá. En cualquier caso, eso ya no es cosa tuya. Tú debes ir a casa. —De nuevo me puso la mano en la cabeza— Venga. No lo demores más. Vuelve a casa antes de que te regañen. Venga. —Me empujó suavemente.
Me incorporé. Eloísa, aprovechando que ella estaba sentada, me abrazó con una sonrisa.
—Gracias por todo, Ernesto. —Asentí con la cabeza— Y no te preocupes por mi. Toda va a ir bien. Ya lo verás.
—Claro —contesté.
Crucé la plaza en diagonal. Antes de desaparecer tras la esquina me giré y la vi con el sombrero rojo en la cabeza. Estaba metiendo los dedos entre los barrotes de alambre de la jaula para jugar con Dartañán.

jueves, 13 de noviembre de 2014

Una historia de terror





Salimos de clase formando una fila detrás de la seño. En el patio nos esperan nuestros padres. Después nos va dejando marchar de uno en uno según va reconociendo a aquellos que han venido a buscarnos. Mi papá aún no ha llegado. Desde hace mucho tiempo, como no tiene otra cosa que hacer, es él quien me trae y quien me lleva. Y me encanta. Me gusta sentir su mano grande entre las mías. Me siento bien. Pero él, no sé por qué, últimamente siempre está triste.
—Seño, mi papá está triste —le dije a Nati, la monitora, una mañana.
Me sonrió mientras me ofrecía un vaso de leche caliente.
—No te preocupes. Son cosas de mayores.— Me pasó la mano por la coleta, fijándome bien la goma.
Hace un año que desayuno en el cole. Antes, cuando papá no me podía traer a la escuela porque tenía que salir temprano a trabajar, teníamos más dinero y desayunaba en casa con mamá y era ella quien me traía. Pero ahora ya no. Aunque ahora es mucho mejor. Es divertido desayunar con mis mejores amigos del mundo. Leche caliente y galletas. No hay nada mejor. Daniela, Lorena y Cecilia también desayunan conmigo, aunque ellas toman cuatro galletas más que yo y también zumo de naranjas. Que ellas tengan más galletas me da algo de envidia, pero el zumo no. Mamá dice que no lo necesito, pero es que además no me gusta. Después, aunque aún esté oscuro, salimos a jugar antes de entrar en clase y vamos recibiendo en el patio a todos los que van llegando a la Escuela. Es genial.
A veces mi papá espera detrás de la valla hasta que entro en clase. Y cuando me ve correr y saltar sonríe. Saca la mano del bolsillo y me saluda. Mamá siempre intenta hacerle sonreír. Pero no siempre lo consigue. Hace unos días mi mamá entró en el baño y gritó. Me asuste muchísimo y fui corriendo a ver qué pasaba. Cuando llegué vi que mi padre estaba sentado en el suelo y ella lo abrazaba. Pregunté qué estaba pasando, pero ella dio un portazo y cerró. Después me fije en el murmullo que venía de detrás de la puerta y me pareció oír que lloraban. Yo nunca he visto llorar a mi padre. Los niños como Iván sí lloran pero los mayores no. Sin embargo mi papá sí estaba llorando. Cuando le vi sentado en el suelo sostenía una cuchilla en la mano.
En cambio al día siguiente todo fue maravilloso. Papá en lugar de llevarme al colegio me llevó a una cafetería y me invitó a un vaso de Colacao con magdalenas. Antes preguntó al camarero cuanto costaba todo. Él no quiso tomar nada. Dijo que no le gustaba desayunar fuera de casa. Luego fuimos al parque y me llenó de besos. Y me hizo reír muchísimo. Qué gracioso es mi papá cuando está contento.
Aunque a veces me asusta. Últimamente, cada vez que llega una carta se pone nervioso y siento que va a empezar a gritar y a insultar a todo el mundo. Mi mamá no. Sólo coge las cartas, las lee y las arruga aplastándolas con la mano. Después se encierra en su habitación. Cuando eso ocurre mi casa se llena de silencios y miedos.
—No llores, mamá —le pedí ayer cuando se echó a llorar encima de la cama. Para tranquilizarla me tumbé a su lado.
—Claro, cariño, no va a pasar nada. —Se incorporó y se secó las lágrimas con la manga— Nos vamos a tener que ir de esta casa, ¿sabes? Pero buscaremos otra que nos guste más. ¿Vale? — Sonrió.
—Pero seguiremos viviendo cerca de Daniela, ¿verdad?
Se rió, y su risa me ató a ella como un abrazo.
Mi padre acababa de salir de casa.
Hoy me trajo como todos los días. Me dio un beso y se quedó esperando a que saliera del desayuno. Luego, justo antes de atravesar la puerta me llamó:
—Irene.
—¿Sí, papá? —Me sonrió y levantó la mano como despedida. Yo le mandé un beso.— Hasta luego, papá.
Pero no ha venido a buscarme. Y es raro. Siempre llega el primero. Lo veo desde mi pupitre y eso hace que me sienta bien. Una a una mis compañeras se han ido despidiendo según iban apareciendo sus padres.
—Seño, no ha venido mi papá.
Mi profesora me sujeta de la mano en el patio vacío mientras las sombras van poco a poco desdibujando los perfiles.

(A la PAH)

miércoles, 15 de octubre de 2014

AMOR FRATERNO


Patio del Instituto Ramiro de Maeztu, que tan agridulces recuerdos me trae...



Ramón Valente no sabía qué iba a pasar, pero sí sabía que cuando tuviera que explicar a la policía por qué estaba allí a esa hora y de aquella manera no iba a encontrar ninguna justificación válida. Y sin embargo sí la había. Tenía que ayudar a su hermana pequeña.
Se desnudó en el centro del patio a la hora prevista. Dejó la ropa tirada en el suelo y esperó con las manos delante tapando el sexo. Apenas un par de minutos después aparecieron unas pequeñas cabezas en una ventana. En unos segundos fueron todas las ventanas del aula las que se llenaron de cabezas y un rumor ascendente de mar embravecido. Inmediatamente fue la totalidad de las cristaleras del patio las que estaban hirviendo. Algunas chicas se apoyaron en el alfeizar para gritar obscenidades. Sus comentarios soeces eran celebrados con júbilo por sus compañeras. En una ventana empezó a descender la persiana como si cayera el telón de un escenario, pero sólo consiguió que se incrementara el número de cabezas en las demás.
Por una de las puertas del patio apareció una monja. Era la Directora del Colegio.
—Tápate, sinvergüenza —gritó intentado que se le oyera entre el griterío.
Detrás de ella, otra monja la seguía a la carrera. La Directora se paró.
—¿Dónde va, por Dios, dónde cree que va? ¿Dónde están los niños? —la increpó.
—Pues —dudó mirando las cristaleras del patio repletas de cabezas— en clase.
—Se equivoca, hermana. Están en las ventanas —las señaló con un gesto circular de las manos—. Y quiero que estén en clase. Apartadlas de ahí —continuó andando hacia el joven que tenía frente a ella cuando se detuvo otra vez y se giró hacia la monja que ya se estaba retirando para cumplir las órdenes recibidas—. Y llamad a la policía. Este mocoso no me va a arruinar el último día del curso —se dijo para sí.
Siguió avanzando hacia el centro del patio mientras por otras puertas iba saliendo todo el personal de Secretaría y Biblioteca para contemplar con sus propios ojos qué estaba generando semejante escándalo. Ramón Valente sonrió. Era lo que había estado esperando. Todo el colegio estaba mirando. Recogió su ropa del suelo y sujetándola delante de los genitales empezó a correr en círculos a lo largo del patio. Detrás de él corría como podía la madre Directora, el portero y todo el personal administrativo del centro. Sus quiebros y fintas eran jaleados con gritos de desbordante alegría por todas las alumnas y alguna de las profesoras que no podía reprimir su risa. En ocasiones levantaba las manos en señal de triunfo dejando su desnudez al descubierto bajo una lluvia irrefrenable de aplausos, piropos y olés. Estuvo así algunos minutos. De repente se detuvo. Por la misma puerta por la que había aparecido la directora apareció una chica repetidora del último curso que se adelantó hacia él lentamente.
—Ramón, ¿qué haces?
—No sé —sonrió dubitativo.
—¿Lo conoces? —la interrogó resoplando la Directora.
—Sí. Claro. Es mi hermano.
Hizo una señal a todos para que la dejaran actuar a ella. Avanzó hacia él lentamente y le abrazó. Todo el colegió explotó en un griterío ensordecedor y un aplauso unánime.
—¿Lo has conseguido? —le preguntó al oído antes de que el portero le cogiera del brazo.
—Sí —respondió ella con una sonrisa—. Está hecho.
A continuación, una vez calmadas las aulas, mientras Ramón Valente salía en un coche patrulla hacia la comisaría acompañado por su hermana, la Madre Directora y la Jefa de Estudios se reunían en la Sala de Juntas de Dirección con los tutores de cada uno de los cursos.
—Exijo que esto no vuelva a ocurrir jamás —exclamó indignada mientras se sentaba presidiendo la mesa. Pasaron algunos minutos de silencio absoluto. Luego, poco a poco su rostro se fue relajando. Miró a su alrededor y sonrió—. Anda que menuda ocurrencia. Estos críos. Que Dios me perdone, pero cada día están más locos. Pero, bueno, supongo que no ha pasado nada.
Pronto empezaron a reírse. Y así, entre risas y bromas, firmaron conjuntamente una por una las actas con las notas finales de todos los alumnos que los responsables de la Secretaría fueron poniéndoles sobre la mesa.
En ese mismo instante, en la comisaría, mientras Ramón Valente declaraba ante la mirada divertida de un policía, su hermana, sentada en el descansillo, sonreía con la seguridad de que ese año por fin había aprobado. El colegio había terminado.

viernes, 12 de septiembre de 2014

LEÓN EL AFRICANO -- AMIN MAALOUF


Hoy me han devuelto un libro. Este acontecimiento merece ser comentado de manera que no quede en la memoria en forma de mito o leyenda. Es un hecho cierto, es real: “un compañero con nombre y apellidos me ha devuelto un libro”. Y además no me lo ha devuelto por desinterés (es tan malo que ni lo quiero) sino que ha sido al revés: le ha encantado.
Comentado este hecho procedo a desentrañar de qué obra de arte estoy hablando: “León el africano” del libanés Amin Maalouf.
Os contaré que empecé a leerlo durante una estancia en el extranjero hace más de veinte años. Me habían hablado de él unos meses antes. Busqué una librería que tuviera libros en español (había una en esa ciudad) y allí estaba. Lo compré por eliminación. Sin embargo, a los pocos días de haberlo empezado comprendí que tenía un problema. Sin apenas darme cuenta me había leído la mitad del libro. Era apasionante. Pero no tenía diez mil hojas. Así que decidí frenar el ritmo de la lectura. A esa velocidad iba a terminarlo demasiado pronto y quería alargarlo lo más posible. Como quien decide beber la copa de vino a sorbos más pequeños. En algún momento incluso bastaba mojarse los labios para paladearlo. Pero aún así, se terminó. Después de haberlo leído, llevado por el impulso (me ocurre a menudo) devoré de una sentada todo lo que encontré de ese autor (Samarcanda, Jardines de luz, La roca de Tanios, El primer siglo después de Beatrice, Las cruzadas vistas por los árabes…)
Y al final, años después, la sorpresa: ojeando un libro sobre grandes viajeros descubrí que se trata de un personaje real: un granadino del reino nazarí de Granada (aquel país que poco después dejó de existir al ser conquistado por Castilla).
Como nota final os diré que han pasado 22 años desde que lo compré y hoy, comentando el libro con mi compañero hemos ido recordando pasajes del mismo y, sí, recordaba casi todo. Pocos libros se han asentado tan profundamente en mi memoria. Aunque eso, como casi todo en esto de la literatura, es subjetivo.
Por cierto, en ocasiones lo he visto en ediciones muy, muy, muy baratas (dos y tres euros)

miércoles, 10 de septiembre de 2014

LA MUERTE DE VIRGILIO -- HERMANN BROCH



Si, aprovechando que ha pasado el veranito, lo que se quiere es seguir durmiendo la siesta sin cinturón y con ronquido pleistocénico, recomiendo "La muerte de Virgilio" de Hermann Broch. Una obra maestra que dudo que alguien haya terminado jamás. Bellísimo, mágnífico, grande, poderoso, pero insoportable... Cinco minutos leyendo después de comer garantizan dos horas continuadas de placer primario... Es fantástico. Marcel Proust a su lado es Tarantino... Y si alguien consiguió terminarlo, por favor, que dé un paso al frente, se manifieste y asuma su papel de guía espiritual. En fin, si alguien lo quiere intentar, que no se acobarde. De una manera u otra lo ha de disfrutar. Su tremenda belleza apabulla. Es poesía. Diez millones de versos uno detrás de otro. Yo no pude con él.